El sol es el centro de la cosmología maya: rige su cultura, su religión, su arte y su ciencia. A través de su estudio, los mayas descubrieron que existían una serie de planetas que, con velocidades y órbitas distintas, se movían alrededor del sol. Juntos formaban un sistema: el sistema solar.

Las cosas extraordinarias, como los eclipses, ocurren muy de vez en cuando y son el resultado de la confluencia de muchos cuerpos cósmicos, elementos y fuerzas distintas en un momento y un lugar determinados. Así ocurrió en el juicio por genocidio en Guatemala: fue necesario que se alinearan la valentía y la resistencia de los sobrevivientes, la fidelidad de sus abogados y los defensores de derechos humanos, y el compromiso de ciertos fiscales y jueces para culminar en una sentencia que a día de hoy sigue siendo única en el mundo.

Esta es la historia de los 30 años de lucha por la justicia en Guatemala y las personas que lograron, por un momento, eclipsar la impunidad.

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Elena de Paz palmea tortillas de maíz mientras el sol desaparece tras el acordeón de montañas que rodean el valle de Nebaj, el corazón del pueblo maya ixil de Guatemala. El fuego sobre el que calienta el atol, una bebida hecha de harina de maíz, tuesta su cara redonda. Dos rizos rebeldes enmarcan sus mofletes hinchados, como los de los querubines pictóricos. El resto de su pelo, largo y negro, se trenza con una cinta de los colores del arcoíris y envuelve su cráneo formando una alegre corona de tela. Cuatro pompones hacia atrás coronan su tocado. La llama es la única luz de la cocina, que actúa a la vez de dormitorio para dos de sus cinco hijos.

Cojeando, Elena prende una vela en el otro cuarto de la casa. La luz temblorosa ilumina las paredes, tablas de madera cubiertas con bolsas de basura para protegerlas de la lluvia. El techo es de lámina y todavía desprende el calor acumulado por el sol durante la jornada. Un centenar de mazorcas de maíz cuelgan de las débiles vigas y paredes. Sobre el único colchón de la casa, sus dos hijas, Jacinta y Josefina, hacen los deberes. Iluminan sus libretas con las pantallas de sus celulares.

“En cambio yo, ni una letra”, dice Elena con su voz alegre y aguda. “Cuando tengo que firmar lo hago con el dedo. Es que cuesta”.

Elena de Paz cocinando boxbol, un plato tradicional ixil

Toma una garrafa de agua de las diez que hay alineadas en el suelo, junto a la pared. Se lava las manos con jabón y deja caer el chorro de agua espumosa en medio del cuarto, sobre el suelo de tierra. Sentado en un pequeño taburete que levanta poco más de un palmo del suelo está su hijo Francisco, de 18 años. De su celular suena “Redimidos”, una canción pop evangélica que el joven canturrea sonriendo, con la mirada perdida.

Arrastrando una de sus piernas, Elena reparte los cuencos de la cena: huevos, frijoles negros, tamales y tortillas. Las chicas comen sobre la cama, los chicos de pie o sentados en las pocas sillitas esparcidas por el cuarto. De afuera llegan los gruñidos de un cerdo.

Ni siquiera los hijos de Elena sabían sobre el motivo de su cojera hasta hace poco. Tampoco a su marido, que murió hace 10 años a causa del alcoholismo, se lo contó nunca.

Elena contó su historia por primera vez en abril de 2013. Fue una de las casi 100 víctimas que declararon en el juicio contra el exdictador Efraín Ríos Montt por los graves crímenes cometidos contra el pueblo maya ixil durante la etapa más sangrienta de la guerra civil en Guatemala, a mediados de los años ochenta.

Con la cara cubierta por razones de seguridad, Elena relató, ante los tres jueces y la sala repleta, cómo decenas de soldados violaron primero a su madre y luego a ella, que entonces tenía 12 años. Elena llegó a perder el conocimiento. Cuando se despertó, la sangre chorreaba de un corte en su muslo derecho. No ha vuelto a ver a su madre ni sabe qué hicieron con ella. “Y dice la gente que se olvida uno,” suspira. “Pero no me sale. No me sale”.

Su historia de abuso reverberó en las voces de las casi 100 mujeres y hombres que testificaron en el juicio. Un coro de historias de masacres, torturas, violaciones sexuales, asesinatos de niños y mujeres embarazadas, de destrucción de pueblos, de campos arrasados, de persecución y de muchas más tragedias difíciles de reconstruir con palabras. Para muchos de ellos, era la primera vez que compartían su historia públicamente, ante los ojos expectantes del público que llenaba la sala y otros miles de personas en Guatemala y el resto del mundo que seguían el juicio en vivo a través de los medios e internet. Sus voces, apoyadas por las pruebas documentales y análisis forenses, dejaban al descubierto una estrategia clara por parte de las fuerzas militares: la de exterminar al pueblo maya ixil.

En una sentencia histórica, el 10 de mayo de 2013 el Tribunal Primero A de Mayor Riesgo de Guatemala declaró a Ríos Montt culpable de cometer genocidio y crímenes de lesa humanidad contra el pueblo maya ixil. Era la primera vez en la historia que un exjefe de Estado era juzgado en su propio país por el crimen de genocidio. Pero esta victoria no fue cosa de los pocos meses que duró el juicio, sino de más de tres décadas de lucha incansable por lograr justicia por parte de las víctimas y sus familiares, de activistas y defensores de los derechos humanos, de abogados y jueces comprometidos con su trabajo.

Detalle de la mesa del comedor de Elan de Paz, con una copia de la sentencia de genocidio sobre ella.

Le pregunto a Elena si tiene una copia de la sentencia. Llena de orgullo, Elena empieza a rebuscar entre las bolsas de plástico colgadas en las paredes. Sus dos hijos mayores la ayudan a investigar dentro de las cajas de cartón amontonadas en una esquina, llenas de ropa tradicional que Elena revende para sacarse un sobresueldo. Trabaja para una clínica privada lavando la sangre de las sábanas después de las operaciones.

Francisco se sube a la silla y abre una caja de madera que hay sobre el armario torcido. Ahí está. En la portada, bajo una gruesa capa de polvo, se distingue la espalda de una mujer ixil con su atuendo tradicional y su corona de arcoíris, como los que luce Elena, jurando ante el tribunal con la mano derecha alzada. En el interior, la sentencia de 718 páginas que condena a Ríos Montt por genocidio. La letra es pequeña, pero a Elena no le importa. Tampoco la puede leer.

Sajbutá, el pueblo de Elena de Paz en la región ixil

El 'problema indio'

El largo camino a la justicia que culminó en el juicio por genocidio no empieza en la Ciudad de Guatemala en 2013, sino en lugares alejados de la capital como las escarpadas montañas de la región ixil, en el noroeste del país, a mediados de los años 90. Allí, a pesar de estar en pleno trópico, las alturas hacen que las noches sean húmedas y frías y en las mañanas la niebla se trence con las ramas de los árboles igual que las coloridas cintas con el pelo de sus mujeres. Esos despertares le dan a la región un aspecto taciturno, como si no hubiera logrado todavía ahuyentar los fantasmas del doloroso pasado.

Como en otros países donde la Guerra Fría se materializó en conflictos armados, en Guatemala a mediados de los años cincuenta y los sesenta una serie de dictaduras militares de derecha—orquestradas y respaldadas por los Estados Unidos—recurrieron al terror para acabar con los movimientos estudiantiles y sindicales, en medio de la confrontación armada con las guerrillas de izquierda. En el caso de Guatemala, el conflicto tuvo también una indudable dimensión étnica.

Guatemala es el país centroamericano con un mayor porcentaje de población indígena (el 60% de la población), donde conviven más de 20 pueblos originarios. Durante la guerra civil (1962-1996), los pueblos indígenas fueron objeto de uno de los pasajes más crueles de la historia reciente del país. Se estima que más de 200.000 personas murieron durante la guerra, la mayoría de ellas durante su episodio más salvaje, entre 1981 y 1983. Según las investigaciones llevadas a cabo por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), más del 90% de las violaciones fueron cometidas por las fuerzas del Estado y más del 80% de las víctimas eran indígenas.

Pero la discriminación de los pueblos indígenas tiene raíces mucho más profundas que la guerra civil. Es herencia del esclavismo al que fueron sometidos por los colonizadores españoles. Hasta 1945, por ejemplo, los indígenas estaban obligados a trabajar sin sueldo. El poder ha permanecido en manos de unas pocas familias terratenientes y descendientes de los colonizadores, quienes se han beneficiado de alianzas con el Ejército para asegurar que el Gobierno mantuviera el statu quo y favoreciera los monopolios bajo su control.

Carlos Guzmán Boeckler

“La herencia que dejó el imperio español es el racismo, de eso no cabe la menor duda, y está enraizado en lo más profundo de esta sociedad”, explicó Carlos Guzmán Boeckler, uno de los sociólogos más influyentes de Guatemala, quien falleció en enero de 2017. “Ahondó por supuesto en la cuestión de lo formal, es decir, la apariencia física como envoltorio de una explotación despiadada y que traza las fronteras más hondas entre los que tienen y los que no deben tener, para que sean una mano de obra permanente, además de ignorante”.

La idea de que los indígenas son “un lastre para el país” se extiende hasta la actualidad, en la opinión de Boeckler. Las élites acuñaron un término para referirse a ello: “el problema indio”. Como si se tratara de algo que había que solucionar—o erradicar. Actualmente, más del 80% de los indígenas guatemaltecos viven en la pobreza en uno de los países más desiguales de América Latina. La situación se agrava en las comunidades rurales, y todavía más en el caso de las mujeres.

Portada del informe final de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH). Lea el informe completo aquí.

Tras más de tres décadas de conflicto armado y varios años de negociaciones con las Naciones Unidas como mediadores, en 1996 el Gobierno y una coalición de grupos guerrilleros firmaron los acuerdos de paz. Con el objetivo de evitar que la violencia se repitiera, los acuerdos pretendían abordar problemas estructurales en el país como los derechos de los pueblos indígenas, la propiedad de la tierra, las estructuras socioeconómicas, el rol de las fuerzas armadas y el fortalecimiento de la sociedad civil. La mayoría de estas propuestas se quedaron en el papel o avanzaron unos pocos pasos. Las que lograron avanzar más allá fueron la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), encargada de investigar y develar la verdad sobre los crímenes que se cometieron, y un Plan Nacional de Resarcimiento para gestionar las reparaciones a las víctimas del conflicto.

Operando en un entorno muy frágil, la CEH llevó a cabo sus investigaciones entre 1997 y 1998. Para establecer un relato objetivo de las violaciones de derechos humanos que habían sucedido durante el conflicto, la CEH recabó más de 7.000 testimonios y visitó cerca de 2.000 comunidades en ocho meses. La CEH también enfrentó algunas limitaciones notables: no podía atribuir responsabilidades individuales—nombrar a los victimarios—en su informe final, que fue publicado en 1999.

A pesar de que dentro del marco de los acuerdos de paz no se contemplaba llevar a los autores de los graves crímenes ante los tribunales—en gran parte porque en las negociaciones los militares gozaron de la influencia necesaria para asegurarse la libertad—la sociedad civil y las organizaciones de derechos humanos empezaron a movilizarse rápidamente para exigir justicia.

Antonio Caba Caba

El niño que no quiso olvidar

Ilom, cuenta la leyenda, fue la primera aldea donde los mayas ixiles se asentaron. Grandes losas resquebrajadas insinúan todavía los milenarios caminos, tan inclinados e irregulares que solo los caballos y burros son capaces de transitarlos. La tierra es blanda y fértil. Decenas de niños juegan descalzos en el barro tibio. Los cultivos de milpa, frijol y café cubren las laderas del hermoso valle que se abre hacia la selva de Ixcán. El aire húmedo y cálido se cuela entre las primeras palmeras cargadas de plátanos.

A sus 46 años, Antonio Caba Caba conoce todos los rincones de la aldea. Viste jeans y una camisa azul celeste, encima de la cual contrasta el chaleco rojo tradicional de los hombres ixiles, con rayas y bordados negros. Su pelo color tizón es rebelde y se dispara hacia arriba como un cepillo. Caba también tiene clavado en la memoria qué les ocurrió a los vecinos de Ilom a principios de los años 80, cuando los militares empezaron a aterrorizar la aldea.

A pesar de que tan solo era un niño por aquel entonces, Antonio recuerda con detalle la noche en que los soldados se llevaron a Gaspar, Tomás, Salvador y otros 27 vecinos; cómo sus esposas llegaron la mañana siguiente donde su padre a pedirle ayuda, y la mujer de Tomás confesó entre lágrimas que la habían violado más de 30 soldados. O cuando un mes después, regresando de sembrar la milpa con su padre, se encontraron un sombrero ensangrentado en el camino, y al poco el cuerpo de Pedro. “La cara estaba destrozada totalmente, ya no tenía nariz”, recuerda Antonio con el puño cerrado. Cuando rememora lo ocurrido sus facciones se tensan bajo sus frondosas cejas negras y rectas, que contrastan con sus labios carnosos de perfil suave. También se acuerda de Elena, la mujer que murió entre las llamas, dentro de su propia casa incendiada. O de la esposa de Francisco Guzmán, a la que violaron, secuestraron y nunca más volvieron a ver. Y tantísimos otros hombres y mujeres con nombres y apellidos.

Los caminos milenarios de Ilom, la primera aldea en que los ixiles se asentaron (Marta Martinez/ICTJ)

Una gran hamaca cruza la única sala de la casa de Antonio. En una esquina, tras una vieja sábana floreada, descansa su mujer, que está enferma. Un gallo corretea entre las dos sillas bajas dispuestas sin orden. Entre las paredes de tablones de madera se cuela el relajante sonido de un chorro de agua, que cae constantemente en el fregadero que hay frente a la casa. Un tubo negro de cerca de 400 metros acerca el agua potable desde su pequeño terreno en las afueras de la aldea hasta su hogar, enredándose en lo alto de árboles y postes.

Desde la cocina, un módulo adyacente también de madera, Antonio moja una tortilla en los frijoles negros mientras observa una finca al otro del valle. Son las tierras de la finca cafetera Santa Delfina, donde Antonio y su familia se vieron obligados a desplazarse por un año. Durante la guerra el ejército había establecido su destacamento en una finca anexa, la poderosa La Perla, y desde allí hacían incursiones en las aldeas cercanas donde, con el argumento de perseguir guerrilleros, robaban, violaban, torturaban, asesinaban y arrasaban.

La madrugada del 23 de marzo de 1982, el mismo día en que Ríos Montt tomó por la fuerza el poder en la Ciudad de Guatemala, le tocó el turno a Ilom. 95 personas fueron asesinadas ese día. Los sobrevivientes fueron obligados a caminar entre los muertos y cavar la fosa donde los arrojaron. La mayoría se desplazaron a Santa Delfina. “Finalizó la matanza y empezaron a echar fuego en la casa. Quemaron toda esta comunidad: maíz, frijol. Nos quedamos sin ropa, sin comida. Así nos desaparecieron la comunidad”, lamenta Caba.

Antonio en la cocina con su hijo

En Santa Delfina, las condiciones de vida eran tan deplorables que muchos no lograron sobrevivir. Hombres, mujeres y niños eran obligados a trabajar sin sueldo. A menudo dormían al aire libre, pasaban horas bajo la lluvia y no recibían atención médica. En tres meses murieron más de 300 niños, asegura Antonio, entre ellos un sobrino suyo. Un año después regresaron a Ilom.

A pesar de que Antonio tan solo tenía 14 años, el ejército lo obligó a unirse a las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), unos cuerpos paramilitares obligatorios para todos los varones mayores de 14 años en las comunidades, generalmente liderados por personas afines al ejército, y que forzaban a los propios mayas a vigilar a sus vecinos. En las ofensivas, a menudo los utilizaban como primera línea de ataque para ahorrar bajas al ejército. “El que no quería era enemigo, el que no quería era secuestrado, castigado, torturado”, explica Caba. “Muchos de nosotros los ixiles en distintas formas tuvimos que salvar la vida para que no desaparezca ixil. Unos se fueron a la montaña, otros se fueron a México a refugiarse y nosotros tuvimos que aceptar ser esclavos para seguir vivos”. Antonio permaneció en las PAC por nueve años.

Luego de la firma de los acuerdos de paz, una deuda pendiente seguía encogiendo los corazones de los habitantes de Ilom: enterrar a sus seres queridos con dignidad. “Porque ellos son cristianos, son humanos, no son animales que pueden quedarse en cualquier lugar”, cuenta Antonio.

Osamentas siendo analizadas en el laboratorio de la FAFG

Leer los huesos


En la sede de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), en la Ciudad de Guatemala, el peso de la guerra civil se siente de forma literal. Se apila en columnas de cuatro, cinco, incluso seis cajas. En sus lomos todas contienen lugares, fechas, códigos: “Finca Tinajas, Panzós, A.V. FAFG 1463-IV-1”. Son tantas que ya no caben en los tres almacenes y ahora se han apoderado también de los pasillos, como una segunda pared de ladrillos de cartón amenazando con desmoronarse encima de los caminantes. Dentro de ellas, cerca de 2.500 osamentas esperan ser entregadas a sus familiares.

Una de las regiones en las que la FAFG ha trabajado en mayor profundidad es la montañosa área ixil, en el Quiché, donde han recuperado más de 1.500 osamentas y abierto más de 500 casos relacionados con la guerra civil. En el juicio por genocidio la FAFG presentó 114 casos, en los que documentaba la muerte violenta de cientos de hombres, mujeres, niños y ancianos.

La FAFG es una organización sin ánimo de lucro que lleva a cabo exhumaciones cuando el Ministerio Público los autoriza como peritos. A mediados de los años 90, las carencias insitucionales para realizar estas tareas llevaron a un grupo de estudiantes de antropología, hoy liderados por Fredy Peccerelli, a crear la Fundación. En lugar de llevar a cabo las exhumaciones por cuenta propia, las instituciones del Estado dejaron en manos de organismos independientes como la FAFG tareas propias de las instituciones públicas.

Miles de cajas llenas de osamentas se acumulann en los almacenes y pasillos de la FAFG, esperando ser entregadas a sus familiares

El trabajo de los antropólogos en las exhumaciones tiene dos partes diferenciadas. Por un lado está el trabajo social, que consiste en llevar a cabo entrevistas con los familiares de las víctimas para recavar información ante mortem: edad, sexo, altura, características físicas particulares, qué ropa vestía la última vez que fue visto/a, información sobre el contexto en que ocurrió la desaparción. Por otra parte está el trabajo científico, que se realiza en los laboratorios, para identificar los restos exhumados e intentar resolver la causa de muerte.

Una decena de jóvenes con batas blancas trabajan concentradamente en el laboratorio “Clyde Collins Snow” de la FAFG mientras el sol de la tarde se cuela por la pared acristalada. Contrasta lo acogedor que es el espacio con las actividades que en él se realizan. Un chico con coleta y gafas rebusca pequeños huesos en una bandeja verde y aparta algunos a su izquierda, como si se trataran de piezas en un rompecabezas. En el centro, esqueletos casi completos reconstruidos hueso a hueso sobre largas mesas de color azul marino. Un palo rosa fluorescente atraviesa una de las calaveras, entrando por la sien derecha y saliendo en diagonal por el pómulo izquierdo: marca la trayectoria de la bala que mató a esa persona. El conjunto más inquietante es una amalgama de pequeñas conchas envejecidas y amarillentas, quebradizas, que ocupan menos de la mitad de la mesa. Los antropólogos determinaron que se trataba de un bebé porque su cráneo, todavía en proceso de soldarse, se había partido en pedazos.

“Lo que más me ha dolido han sido los niños”, explica Fernando Alonso, que durante siete años trabajó como antropólogo para la FAFG y quien testificó como perito en el juicio por genocidio. “Tener que reconstruir los restos de los niños y determinar qué edad tenían, cuándo murieron; no encontrarlos o encontrar un pedacito de un hueso”.

Antropólogos forenses trabajando en el laboratorio de la FAFG en Ciudad de Guatemala

Para Alonso, el trabajo del antropólogo forense va mucho más allá del laboratorio, y pesa también sobre los hombros de aquellos que lo realizan: “Hacer las entrevistas a los familiares, escuchar los testimonios, hacer que la gente vuelva a sentir las cosas que estuvieron sucediéndole durante el conflicto, de lo que han tenido que padecer y siguen padeciendo—es muy traumático, es muy doloroso. Para mí por una parte es un privilegio poder haber acompañado a los familiares, pero a la vez es algo que no debería suceder”.

Las investigaciones de antropología forense juegan un papel esencial a la hora de buscar justicia ante los tribunales, ya que permiten confirmar científicamente que la persona murió de forma violenta: que fue un crimen. Pero para los familiares hay una necesidad todavía más urgente: identificar a un ser querido que ha permanecido en el limbo durante décadas. “Es muy importante porque los procesos de desaparición nunca terminan”, señala el antropólogo. “La gente siempre está a la espera de poder encontrar a su familiar, sea como sea, y de poder darle un entierro digno, en sus propias condiciones, siguiendo sus propias formas culturales”.

“Los procesos de desaparición nunca terminan. La gente siempre está a la espera de poder encontrar a su familiar, sea como sea, y de poder darle un entierro digno"

Alonso recuerda casos, sobre todo cuando se trataba de fosas comunes, en los que algunas comunidades enterraron restos que no se habían podido identificar como si fueran los de sus familiares desaparecidos. Pensaban que, de esa forma, si algún día a su familiar lo encontraban en algún otro lugar pero no lo pudieran reconocer, alguien haría lo mismo que ellos. “Este tipo de solidaridad, o de identificación con el proceso que fue la guerra, me parece que alivia mucho el dolor de la gente”, reflexiona.

Las élites conservadoras han intentado negar la historia que cuentan los análisis forenses. La Asociación de Veteranos Militares de Guatemala, por ejemplo, presentó su propia evidencia asegurando que las personas enterradas en las fosas comunes murieron a causa de un terremoto. “Cuando encuentras a la gente amarrada, con un tiro de gracia en la cabeza, no puedes pensar que fue un adobe el que los golpeó”, dice Alonso. “Esos elementos que se encuentras en los procesos de exhumación son importantes para determinar las causas de muerte”.

En los almacenes y pasillos de la FAFG, empaquetadas en cartones, más de 2.500 osamentas siguen esperando regresar a la tierra. También contienen evidencias cruciales que esperan llevar a los que los mataron ante los tribunales, contribuyendo a acabar con la impunidad caja a caja.

Escena de una exhumación en Santa Avelina, Cotzal

Escarbando la verdad

La tierra, tan sagrada para los mayas, fue también violada durante la guerra. Sus campos, arrasados y quemados. Sus plantas y animales, arrancados y asesinados. Su vientre, agujereado para esconder cuerpos de hombres, mujeres y niños baleados, torturados, troceados. La tierra de la región ixil fue de las más devastadas: entre el 70% y el 90% de las aldeas fueron completamente arrasadas a principios de los años 80.

Durante esos años, cuando el ejército llegó a quemar sus casas, los indígenas escaparon a las montañas para sobrevivir. Entonces, la niebla fue su salvación. Les permitía encender fuego sin levantar sospechas. Cocinaban malanga, una raíz parecida a la yuca que no se puede comer cruda. “El ejército no la conocía, entonces no la quitaban”, recuerda Juan Velasco, quien pasó años escondido en las montañas. Cuando tenían suerte cazaban algún “cochomonte” (jabalí), o incluso algún jaguar.

En la capital ixil de Nebaj, todo el mundo conoce a Velasco como Juanito. Es delgado, con el pelo canoso y ojos estrechos. Viste una chaqueta negra gigantesca que le da una apariencia frágil. Velasco trabaja para el Centro Para la Acción Legal en Derechos Humanos (CALDH), la principal organización no gubernamental que ha estado acompañando a las víctimas desde el inicio en su largo periplo hasta el juicio por genocidio. En los años previos al juicio, Velasco se encargó del contacto directo con los sobrevivientes de la región ixil, respondiendo a sus preguntas y ayudándoles con la logística cuando debían viajar a la capital para testificar.

Sobrevivientes en la oficina de CALDH en Nebaj

"Costó mucho localizar a las personas, a veces daban nombres de aldeas que no existen, o daban como referencia un árbol, o no daban los datos correctos por desconfianza", explica Juan Velasco en la oficina de CALDH en Nebaj, una espaciosa sala de paredes mostaza recién pintadas donde el escaso mobiliario exagera los sonidos.

CALDH fue fundado en 1992 en los Estados Unidos por Frank La Rue, un abogado guatemalteco que trabajaba en el exilio en Washington, D.C. La misión de la organización era promover la protección de los derechos humanos presentando casos ante la Comisión y la Corte Interamericanas, un sistema judicial creado por la Organización de Estados Americanos para velar por la protección de los derechos humanos en las Américas. La Corte había empezado a lograr un cierto impacto con sus primeras sentencias relacionadas con amnistías ilegales y desapariciones forzadas.

En 1994, tres años antes de que la guerra terminara oficialmente, CALDH abrió una oficina en la Ciudad de Guatemala y empezó a documentar abusos y a preparar casos para presentarlos ante la Comisión Interamericana. Entre otros casos de derechos humanos—como tortura o desplazamiento forzado—CALDH empezó a preparar investigaciones sobre algunas de las mayores masacres que el ejército había cometido durante la guerra contra las comunidades indígenas.

Fue precisamente de la tierra de donde nació el juicio por genocidio. A mediados de los años 90 los familiares de las víctimas empezaron a interponer denuncias para que se exhumaran las fosas comunes donde seguían atrapados sus familiares, a los que no habían podido dar sepultura como se merecían. Para los mayas, el entierro tiene una gran relevancia. En su cultura existe un profundo vínculo entre los vivos y los muertos, y tener un lugar sagrado adonde poder acudir para velar a los difuntos es fundamental en sus creencias.

“Para la mayoría, su deseo de justicia estaba más relacionado con el sentido del deber para con los muertos que con castigar a los que lo hicieron”, recuerda Paul Seils, actual vicepresidente del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ). Seils, un abogado escocés criminalista, llegó a Guatemala en 1997 para liderar durante unos años la estrategia legal de CALDH. Por aquel entonces la organización ya había presentado el caso de la masacre de Plan de Sánchez and la Comisión Interamericana, luego de años de investigación. El caso avanzaba muy lentamente dentro del sistema interamericano: tardó más de dos años en superar el primer nivel de admisibilidad.

Una mujer en la aldea Ilom, en la región ixil

Seils sentía que, a pesar de que el sistema interamericano era vital para la protección de los derechos humanos en Guatemala, ese no debía ser necesariamente el foco inicial de la investigación de las masacres. “Para mí había dos cuestiones que debían tenerse en cuenta”, Seils añade. “Primero, qué tipo de esfuerzos pensaban las víctimas que llevarían a una justicia significativa, y segundo, la idea de que se debía poner a prueba al sistema de justicia nacional para ver si era merecedor de confianza a la hora de proteger y defender los derechos violados de las víctimas”.

El sistema interamericano tenía sus limitaciones, porque solo podía responsabilizar al Estado, no a personas individuales, y recurrir primero a la Comisión tampoco supondría ningún reto para el sistema nacional. CALDH quería intentar obligar al Estado a investigar e ir más allá de una sentencia limitada que culpara al “Estado”. CALDH quería identificar a los autores del genocidio. “El Estado debía reconocer lo que había hecho y sus instituciones debían hacer justicia con los pueblos indígenas que habían sido históricamente marginados y considerados de segunda clase”, explica Seils. Por esa razón, en junio de 1997 CALDH tomó la decisión de presentar casos ante las cortes nacionales.

Era una decisión arriesgada. Las instituciones judiciales guatemaltecas se encontraban todavía muy débiles después de la guerra y carecían de credibilidad. Sería muy difícil lograr que casos tan graves, sobre violaciones cometidas por las propias fuerzas del Estado, lograran avanzar dentro de una estructura institucional cuya complicidad con los que ostentaban el poder durante el conflicto había sido demostrada por entes independientes como la CEH. En su informe final, la comisión concluía que los órganos de justicia guatemaltecos “permitieron que la impunidad se convirtiera en uno de los más importantes mecanismos para generar y mantener el clima de terror”.

Portada del informe "Guatemala: Nunca más", también conocido cono informe REMHI. Lea el informe completo aquí.

Los mayas querían justicia por las atrocidades que sufrieron durante el conflicto, pero ¿cómo iban a confiar en un sistema judicial que nunca los había considerado como personas de iguales derechos? ¿Por qué jugar bajo las reglas de aquellos que pocos años antes los habían masacrado? Y no solo era cuestión de que el caso pudiera quedarse estancado para siempre. Hablar de lo ocurrido, compartir las brutalidades que habían vivido con abogados, forenses y fiscales era un riesgo inmenso para aquellos que decidieran seguir adelante con la lucha por la justicia. En la mayoría de los casos suponía poner su vida en juego, y ellos debían ser conscientes de los riesgos. “Para nosotros era imposible garantizar su protección”, explica Seils. “Teníamos que ser honestos con ellos sobre los riesgos que supondría, y dejar que decidieran cómo querían proceder”.

Los riesgos eran muy serios. En abril de 1998 salió a la luz el informe “Guatemala: Nunca Más”, también conocido como informe REMHI (Recuperación de la Memoria Histórica), que recopilaba miles de testimonios de víctimas y victimarios de la guerra civil y documentaba 422 masacres. La persona que lideró este valiente proyecto contra el olvido fue el respetado obispo y defensor de los derechos humanos Juan Gerardi, una figura muy influyente en el país. Dos días después de presentar el informe, Gerardi fue brutalmente asesinado en su parroquia por un hombre no identificado. Años después, un juicio confirmó que su asesinato fue ordenado por la cúpula militar y ejecutado por los servicios de inteligencia guatemaltecos. Si habían sido capaces de matar a Monseñor Gerardi, ¿qué no iban a ser capaces de hacer a aquellos que siempre habían sido marginados?

Materiales educativos creados por CALDH

El camino a la justicia

Para sondear la opinión de los afectados ante la posibilidad de optar por las cortes nacionales a la hora de buscar justicia, entre 1997 y 1999 un equipo de investigadores de CALDH llevó a cabo unas amplias consultas con 70 comunidades mayas en varias regiones del país donde habían tenido lugar masacres durante la guerra. Lo primordial era exponer muy claramente los tiempos del proceso judicial—lo mucho que podía tardar—en caso de que se llevara adelante, así como los riesgos que implicaría para los que decidieran declarar. “

De las 70 comunidades consultadas, alrededor de la mitad creían que sería imposible, que nunca lograrían justicia por ese camino, que era demasiado arriesgado. Pero hubo 22 comunidades que dijeron que sí, que querían exigir justicia y que querían hacerlo ante las cortes de Guatemala.

Francisco Soto, director de CALDH

Para construir los casos, CALDH contrató un equipo de 15 investigadores y abogados, tanto nacionales como internacionales. Entre ellos estaba Francisco Soto, quien actualmente dirige CALDH. Soto había trabajado realizando investigaciones para la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG) del obispo Gerardi. En CALDH estuvo implicado desde el principio en las visitas a las comunidades, liderando los procesos de consulta e información, y ayudando a las comunidades a tomar decisiones sobre si participar o no en los casos. Parte de este proceso incluía también facilitar el trabajo en las exhumaciones de fosas comunes.

“En esos años [finales de los noventa] CALDH empieza a recibir una serie de denuncias de cementerios clandestinos en diferentes lugares del país, sobre todo en el occidente, donde están los pueblos originarios”, explica Soto.

Edgar Pérez era uno de los tres abogados nacionales que CALDH contrató para asistir en las exhumaciones en las comunidades y para desarrollar los argumentos legales en los casos que se iban a presentar ante las cortes nacionales. “La gente tenía confianza para contarme sus historias”, explica Pérez. “Y con base a esas historias ya ubicábamos más o menos los lugares donde posiblemente estuvieran las fosas. Para después con todo eso hacer un esquema de denuncia con el Ministerio Público y acompañar a las víctimas”.

Puede parecer fácil, pero en realidad este era un proceso arduo. Muchas de estas comunidades se encontraban en los rincones más remotos del país, a los que se tenía que llegar en burro o incluso a pie. “A algunas de las comunidades jamás antes había llegado un abogado”, recuerda Pérez. Los investigadores de CALDH primero debían ganarse la confianza de la comunidad, hablar con los líderes, preguntar si podía conversar con las víctimas. Pero en muchas de estas comunidades la única lengua que hablaban era alguna de los 20 idiomas mayas que hay en el país, y toda la comunicación debía hacerse a través de un intérprete.

Edgar Pérez, abogado de AJR en el juicio por genocidio

En las comunidades que decidían denunciar, los abogados e investigadores de CALDH llevaban a cabo una serie de talleres para explicar los pasos de un proceso judicial sin usar términos técnicos. Muchas de los sobrevivientes no sabían leer, entonces recurrían a materiales gráficos, ilustraciones y líneas del tiempo en las que explicaban cuál era “el camino a la justicia”: primero había que presentar la denuncia ante el Ministerio Publico, para que este aprobara la exhumación; luego se realizaba la exhumación y se completaba un informe identificando a la víctima (en caso de que fuera posible) y la causa de su muerte; se tomaba declaración a las víctimas sobre aquello que habían vivido y presenciado; una vez recabadas las pruebas, el caso se presentaría ante el Ministerio Público, que decidiría si continuar con la investigación o no, y en caso de que así fuera, presentarlo ante los jueces para que consideraran si había evidencias suficientes para llevar a los acusados a juicio.

Para el propio Pérez y los otros abogados guatemaltecos en el equipo, el trabajo con los abogados internacionales de CALDH para construir casos relacionados con los crímenes más graves reconocidos por la legalidad internacional, como el genocidio y los crímenes de guerra, también fue un aprendizaje. “Yo no conocía nada de derecho internacional, y Paul [Seils] empezó a hablar de [conceptos legales como] jus cogens y uno poco entendía”, recuerda Pérez con una sonrisa. El proceso de aprendizaje también se enfocó en cómo investigar este tipo de crímenes, algo que no se había hecho antes en Guatemala. Consistía en comprender e identificar patrones y estructuras. “Posiblemente la comunidad X quedaba en Baja Verapaz, y la comunidad Y en Huehuetenango, a una distancia que no podía haber una conexión, pero era exactamente lo mismo. Había patrones de actuación totalmente similares en todos los hechos que acompañábamos”, explica Pérez.

Algo sin precedentes estaba ocurriendo en Guatemala: aquellos que siempre habían sido marginados iban a enfrentarse a los más poderosos y exigirles cuentas por atrocidades que habían cometido

Frente al espejo por las mañanas, cuando se enlistaba para visitar las comunidades, Pérez arrancaba pensando: a ver qué me van a contar hoy. Pérez ha escuchado todo tipo de historias. Historias muy duras. Recuerda especialmente a una mujer en Rabinal, un municipio en el centro del país donde el ejército se ensañó con los indígenas maya achí. Entre 1981 y 1983 grupos militares y paramilitares asesinaron a más de 4.400 personas en Rabinal, el 99,8% de las cuales eran de la etnia maya achí.

Durante su entrevista con Pérez, rememorando una de las masacres, la mujer dijo:

—Sí, eso nos merecemos.

—Nadie se merece que lo maten injustamente porque alguien lo confundió con un guerrillero. Nadie—respondió el abogado.

—Bien por ser indígenas y pobres.

—Usted no puede decir es—contestó Pérez, que no podía creer lo que estaba escuchando—Al contrario, por ser pobre e indígena el Estado debería haberla protegido.

A través de incontables conversaciones como esta, las comunidades indígenas empezaron a desmontar cientos de años de creencias discriminatorias que habían arraigado incluso en sus propias mentes. Poco a poco empezaron a afirmar sus derechos de una forma en que nunca antes habían podido. Algo sin precedentes estaba ocurriendo en Guatemala: aquellos que siempre habían sido marginados iban a enfrentarse a los más poderosos y exigirles cuentas por atrocidades que habían cometido.

Antonio Caba hablando a los miembros de AJR durante una asamblea (cortesía de Antonio Caba)

Una constelación empieza a tejerse

Los forenses, los abogados, las organizaciones de derechos humanos llegaron a Ilom y empezaron a documentar las exhumaciones. Para los habitantes, todo aquello era desconocido, explica Antonio: “Nunca pensamos que a través de la exhumación podríamos iniciar un juicio”.

Pero a la vez que en 1998 llegaron profesionales de la capital, e incluso de otros países, para colaborar en las exhumaciones y proporcionar protección, también empezaron a aparecer en Ilom los militares. Querían manipular a la comunidad, recuerda Caba: “Cuando vinieron los internacionales a acompañarnos, [los militares] decían que eran guerrilleros extranjeros, que venían de Cuba y de Nicaragua”. Las presiones militares se agravaron a medida que los ixiles empezaron a compartir sus historias con los abogados y los sobrevivientes fueron cada vez más conscientes de que el objetivo de la persecución a la que habían sido sometidos no era otro que exterminarlos.

Así como en Ilom, CALDH estaba documentando las exhumaciones y recopilando testimonios en decenas de comunidades en otras regiones. Los registros de los horrores se apilaban y apilaban con contundencia. El peso y la definición del crimen eran innegables: genocidio.

Las preguntas ahora eran: ¿a quién deberían acusar? ¿a los altos mandos o también a los rangos bajos? ¿debería cada localidad presentar su propio caso o deberían unirse en uno solo? Entre los abogados de CALDH había división de opiniones. Finalmente decidieron armar dos querellas por genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, cada una con una decena masacres de regiones distintas para reflejar la naturaleza sistemática de los crímenes y su carácter de política de Estado ordenada desde los más altos comandantes. Una acusaba a los altos mandos bajo el régimen del ex jefe del Estado Mayor del Ejército Fernando Romeo Lucas García, como máximos responsables de los crímenes cometidos durante el periodo en que fue presidente de Guatemala, entre 1978 y 1982, e incluía masacres como la de Ilom. La otra acusaba alos altos mandos bajo el general José Efraín Ríos Montt, quien le arrebató el poder a Lucas García el 23 de marzo de 1982 hasta agosto de 1983, y que incluía otra decena de masacres y crímenes de lesa humanidad, como la violencia sexual de la que fue víctima Elena de Paz.

“El encuentro con otras comunidades nos dio fuerza, nos dio ánimo, nos dio esa potestad para salir públicamente y denunciar. Porque si fuera yo solo, no hubiera podido”

Pero no eran los abogados quienes iban a presentar las denuncias ante el Ministerio Público, sino las víctimas de esas comunidades. ¿Cómo iban a organizarse de ahora en adelante? “Era su historia, no era la mía”, recuerda Pérez. “Ellos se tenían que empoderar del caso”. CALDH decidió que, para que los intereses de las víctimas estuvieran mejos representados ante las cortes, era necesario crear una asociación de víctimas. CALDH llevó a cabo un minucioso estudio para rebasar todos los obstáculos legales interpuestos por el Estado y lograr establecer una asociación que pudiera ejercer como demandante en los procedimientos legales sobre los graves abusos sufridos por los pueblos indígenas durante el conflicto. Así nació la Asociación para la Justicia y la Reconciliación, AJR.

En 1999 veintidós comunidades de cinco departamentos y de varios grupos étnicos mayas se reunieron en Nebaj para poner en marcha la asociación. Había víctimas de Rabinal, Chimaltenango, Huehetenango, Ixcán e Ixil, recuerda Antonio. A pesar de que Ilom es también parte de la región ixil, a Antonio le toma más de tres horas en autobús llegar hasta Nebaj, circulando por laderas tan escarpadas que uno no sabe qué hay más allá de la siguiente curva en zigzag.

Una vez todos se juntaron en la capital ixil y compartieron sus vivencias, el movimiento tomó otra dimensión. “Nos ayudó muchísimo porque me di cuenta de que no solo era yo el que ha vivido esa situación, sino que hay otros compañeros que han vivido lo mismo, que eran niños como yo”, recuerda Caba. “Entonces el encuentro con otras comunidades nos dio fuerza, nos dio ánimo, nos dio esa potestad para salir públicamente y denunciar ese caso. Porque si fuera yo solo, no hubiera podido”.

Una nueva constelación por la justicia, hasta entonces atomizada en las pequeñas aldeas incomunicadas, empezaba a tejer sus lazos.

Reunión de miembros de AJR (cortesía de Antonio Caba)

Para el abogado Paul Seils, generar esa unión fue lo más importante y gratificante de todo: “Eso cambió su propia relación con el pasado. Entendieron que aquello que les había pasado formaba parte de algo más grande y que tenía muy poco que ver con ellos. En realidad, tenía que ver con aquello que otras personas pensaban de ellos”.

Antonio Caba recuerda que durante ese año tuvieron que trabajar mucho y deprisa para establecer legalmente la asociación. Cuando finalizaron ese laborioso proceso, en el año 2000, AJR—con el apoyo legal de CALDH—interpuso la primera demanda contra Lucas García ante la justicia guatemalteca. Un año después, el 6 de junio de 2001, siguió la demanda contra Ríos Montt por genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra. Ahora le tocaba al Ministerio Público tomar el relevo: debía investigar las denuncias y construir el caso para presentarlo ante los jueces, quienes decidirían si había pruebas suficientes para abrir un juicio.

Los miembros de AJR sabían que no iba a ser un proceso fácil ni rápido. Era la primera vez que se interponía una demanda por genocidio ante el sistema judicial de Guatemala, acusando a aquellos que habían estado—y seguían estando—en el poder. En las comunidades siguieron las capacitaciones para describir los pasos pendientes en un proceso judicial que muchos todavía no entendían—cuál era el papel de un fiscal, cuál era el papel de un juez, por qué les tenían que tomar declaración de nuevo. Las eternas conversaciones con psicólogos, antropólogos, abogados que les hacían revivir una y otra vez el dolor de lo ocurrido.

Mientras tanto, el Ministerio Público permanecía en la letargia.

“En esos años realmente hay una deficiencia en la investigación por parte del Ministerio Público”, explica Francisco Soto de CALDH. “Se dedica únicamente a tomar las primeras declaraciones de testigo y ya no organiza ninguna otra actividad de investigación en el proceso”.

Así que todo el trabajo investigativo para armar el caso recayó en AJR y CALDH. En el avance de este tipo de casos complejos y que acusaban a figuras poderosas jugó un papel esencial la figura legal del “querellante adhesivo”. El código procesal penal guatemalteco permite que un demandante—si el juez lo considera parte agraviada—pueda formar parte de la acusación, por ejemplo una ONG o una organización de defensa de los derechos humanos. Eso implica que el querellante adhesivo puede tener su propio abogado, realizar sus propias investigaciones, presentar pruebas, interrogar a los acusados y argumentar ante el tribunal. En el caso por genocidio, AJR, con su equipo de abogados que incluía a Édgar Pérez, y CALDH, con Francisco Soto y su equipo de abogados, ejercieron como querellantes adhesivos.

Si querían que el caso siguiera vivo, ellos tendrían que realizarle la respiración asistida. Fueron cinco años más de tomar más testimonios, seguir avanzando con las exhumaciones, pero sobre todo de organizar movilizaciones y protestas en las calles y de luchar por una prueba clave para el caso: los planes de operaciones militares.

Edificio junto al Palacio de Justicia en el centro de la Ciudad de Guatemala

La batalla por los documentos

La llegada de la paz no sació el hambre de poder de Ríos Montt. Luego de ser derrocado por otro militar en otro golpe de Estado en el verano de 1983, poco más de un año después de que él le arrebatara el poder de la misma forma a Lucas García, Ríos Montt cambió el uniforme militar por el traje y corbata e intentó recuperar el mando a través de la política. Sus métodos siguieron teniendo poco de democráticos.

En dos ocasiones, sus intentos de presentarse a las elecciones presidenciales fueron tumbados por las instituciones judiciales por haber liderado un golpe de Estado: a pesar de su nueva imagen, sus dotes oratorias y su ferviente dedicación a la iglesia evangélica, el exdictador no había logrado lavar del todo su pasado de golpista. Pero Ríos Montt siguió insistiendo y, con un partido de propia creación que agrupaba a muchos miembros retirados de las fuerzas de seguridad, el Frente Republicano Guatemalteco (FRG), se hizo con otra presidencia en 1994: la del Congreso de la República. Esta fue para Ríos Montt una doble victoria: además de política, su nuevo cargo parlamentario le brindaba inmunidad, por lo que no podía ser juzgado por ningún crimen que hubiera cometido.

Ríos Montt permaneció blindado en su butaca parlamentaria durante diez años. El exdictador no desistió en su carrera por la presidencia del país y presentó de nuevo su candidatura a las elecciones de 2003. Por tercera vez, las autoridades judiciales se la denegaron, pero Ríos Montt no dudó en recurrir a la herramienta que mejor le había funcionado siempre: generar terror. En julio de ese año los seguidores del FRG salieron a las calles de la capital encapuchados a avivar el caos, sitiando el Palacio de Justicia ante la mirada inmóvil de la policía nacional y atacando medios de comunicación con bombas incendiarias y agrediendo físicamente a periodistas. Ríos Montt consiguió lo que quería: su candidatura a la presidencia del país fue aprobada por la Corte Constitucional—y de paso dejó en evidencia al sistema de justicia. Pero esta vez eran los guatemaltecos, no las armas, los que tenían la última palabra sobre quién iba a ser su próximo presidente. El exdictador no logró los votos suficientes para pasar a la segunda ronda. Fue una campaña oscura y marcada por la violencia: 29 militantes, dirigentes y candidatos de partidos de la oposición fueron asesinados.

Por aquel entonces, las demandas de justicia ya no podían seguir pasando inadvertidas ni siquiera para el propio Ríos Montt. En enero de 2004 el exdictador perdió el cálido cobijo de la inmunidad parlamentaria, cuando el nuevo Gobierno tomó posesión. Unos meses antes, Antonio Caba había empezado a ejercer como presidente de AJR: el primero de la etnia ixil.

Antonio Caba hablando durante una manifestación de AJR (cortesía de Antonio Caba)

El apasionado joven era muy consciente de la oportunidad que se abría para sus demandas de justicia. En su punto de mira estaba la desclasificación de los archivos militares, explica: “Tuvimos que pronunciarnos públicamente, hacer marchas, poner demandas para que nos den ese derecho”. Durante esa época, Caba viajaba a la capital cada dos semanas, un trayecto que le ocupaba más de 12 horas repartidas en tres autobuses, a veces incluso dos días.

Todas estas actividades de gran visibilidad generaban otras reacciones no tan positivas: intimidaciones, acusaciones políticas e incluso amenazas. Caba recuerda especialmente el caso de los abogados: “Fueron a dejarles papeles en el carro diciendo que cambien su trabajo porque si no van a ser asesinados”. Pero eso no detuvo a los miembros de AJR. “Amenazas siempre ha habido, pero tuvimos que seguir adelante para lograr lo que nosotros queríamos”, dice Caba.

La lucha lo llevó incluso hasta España. En 2006, respondiendo a una demanda por genocidio interpuesta unos años antes por la líder de los derechos indígenas y premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, la Audiencia Nacional española decidió investigar el caso amparándose en la jusiticia universal—el principio que establece que ciertos crímenes son de tal gravedad que pueden juzgarse en cualquier lugar. Un juez español emitió una orden internacional de arresto para los ocho acusados, incluyendo a Ríos Montt, e impidiendo que estos pudieran salir de Guatemala. En Madrid, Antonio Caba compartió su experiencia: era la primera vez que un juez escuchaba su historia con atención. Caba recuerda el viaje con orgullo. También que echó mucho de menos sus tortillas de maíz—suele comer por lo menos 12 al día.

Entre los expertos hay división de opiniones sobre el grado en que los procedimientos en España influyeron directamente en el avance del caso por genocidio en Guatemala. Para Francisco Soto de CALDH lo más importante fue su repercusión en la esfera pública: “Lo que hace esto es que pone el tema del genocidio en los medios de comunicación, pone el tema más fuerte en la sociedad”. La Corte de Constitucionalidad guatemalteca se negó a extraditar a los acusados a España, algo que en principio parecía una mala noticia para los que buscaban justicia. Pero para Soto hubo una consecuencia positiva: la Corte afirmó que el delito de genocidio debía juzgarse en Guatemala. Para CALDH y AJR este fue un acicate para instensificar su trabajo en el caso.

En la construcción de un caso por genocidio, el elemento clave—y probablemente el más complicado de demostrar—es la intención. Es decir, que los crímenes se cometieron con la intención específica de destruir total o parcialmente a un determinado grupo de personas. Los planes de campaña del ejército, donde se fijaban los objetivos y estrategias de las operaciones contrainsurgentes llevadas a cabo por los soldados a principios de los años 80, eran la mejor herrmienta para demostrar, en las palabras escritas y registradas por los propios victimarios, la motivación de sus despiadadas acciones. Los defensores de derechos humanos sabían de la existencia de estos documentos porque la CEH había tenido acceso a algunos de ellos. En algunos casos habían conseguido incluso copias, pero los documentos originales seguían siendo secretos. En varias ocasiones, el Ministerio de Defensa incluso había negado su existencia.

En la construcción de un caso por genocidio, el elemento clave—y probablemente el más complicado de demostrar—es la intención. Es decir, que los crímenes se cometieron con la intención específica de destruir total o parcialmente a un determinado grupo de personas

Los valiosos documentos también resultaban esenciales para corroborar otro aspecto del caso: la cadena de mando que confirmara que fue Efraín Ríos Montt, como autoridad máxima en aquel momento, quien no solo estaba al corriente de lo que estaba ocurriendo sobre el terreno, sino que fue él quien ordenó cometer actos de genocidio.

Las organizaciones de derechos humanos redoblaron su presión por sacar a la luz los documentos. Fue un trabajo duro, ya que debían enfrentarse a las zancadillas de la defensa. “Ahí empezamos a vivir realmente las estrategias dilatorias y entorpecedoras de la defensa: bloquear por medios legales”, explica el abogado de AJR, Edgar Pérez.

Tampoco el Ministerio Público parecía estar muy dispuesto a ayudar a las víctimas. Con una copia de los documentos en la mano, y como presidente de AJR, Antonio Caba se presentó ante la institución para exigir que citaran a Ríos Montt a declarar sobre los planes de operaciones. En lugar de responder a la petición de Caba y seguir investigando, el Ministerio Público decidió que iba a procesar al abogado de los sobrevivientes cuestionando de dónde habían obtenido los documentos. Caba no podía creer lo que estaba ocurriendo. Le dijo a los fiscales: “Señores, yo vine a solicitar para que citen a Ríos Montt, no para que me citen a mí. Yo vine para que ustedes hagan justicia. Yo soy un sobreviviente. Ríos Montt es el que cometió el delito. Ustedes parecen un cangrejo, andan al revés.”

AJR y CALDH tuvieron que recurrir directamente a un juez para avanzar. Finalmente, una sentencia obligó al Ministerio de Defensa a desclasificar una serie de planes de contrainsurgencia que fueron fundamentales a la hora de incriminar a Ríos Montt por genocidio: el Plan Victoria 82, el Plan Firmeza 83, Operación Sofía y Operación Ixil.

Portada del plan de contrainsurgencia Operación Sofía

“El único que se entregó completo fue el Plan Victoria 82”, explica Soto de CALDH. El Gobierno argumentó que Operación Sofía y Operación Ixil habían desaparecido de sus instalaciones, pero al poco tiempo el informe completo de la Operación Sofía, de más de 350 páginas, llegó dentro de un sobre amarillo a la oficina de CALDH, y luego llegó a manos del Archivo Nacional de Seguridad de los Estados Unidos.

En sus páginas amarillentas, las letras borrosas de una máquina de escribir detallan con claridad el objetivo de la Operación Sofía, iniciada en julio de 1982 en el área ixil por un periodo de un mes y tres días: “exterminar a los elementos subversivos en el área”. El documento también identifica a los ixiles como guerrilleros de forma generalizada: “Durante más de 10 años, los grupos subversivos que han operado en el área del Triángulo IXIL, logrando llevar a cabo un trabajo completo de concientización ideológica en toda la población habiéndose alcanzado un cien por ciento de apoyo. (…) Todas las aldeas de la región están organizadas”.

En sus reportes a la comandancia, las unidades militares describían con detalle sus actividades diarias. Por ejemplo, una de ellas relataba cómo habían encontrado a una mujer escondida en una quebrada y le habían disparado, “eliminándola a ella y dos chocolates”, la palabra usada para describir a los niños.

El documento también evidenciaba que los más altos mandos del Ejército—los generales Ríos Montt y Mejía Víctores en aquel momento—estaban al corriente de todo lo que ocurría sobre el terreno.

Por aquel entonces, la llegada a finales de 2008 de un nuevo fiscal general, Amílcar Velázquez Zárate, permitió empezar a descongelar las relaciones con CALDH y AJR. Una vez lograda la victoria en la batalla por los documentos, los abogados se sentaron a analizar y recalcular su estrategia. La defensa ya había comenzado a minar el camino de amparos legales, conflictos de jurisdicción y otras argucias de procedimiento para frenar el avance del caso. Los abogados de la acusación se sumergieron en los años de pruebas, testimonios, informes forenses y documentos recolectados para ver dónde estaban más fuertes, recuerda Pérez. No había lugar a dudas: en el área ixil.

Pero cuando parecía que esta vez sí había llegado la hora de que Ríos Montt enfrentara la justicia, este se agarró a un nuevo salvavidas parlamentario: en 2008 el exdictador logró de nuevo un asiento en el Congreso, donde se cobijó por cuatro años más de impunidad.

Claudia Paz y Paz (Sandra Sebastián/Plaza Pública)

La fiscal sorpresa

Claudia Paz y Paz Bailey saborea los paseos por las pacíficas y arboladas calles de Washington, la capital de los Estados Unidos, donde actualmente reside. Es algo que en la Ciudad de Guatemala no podía hacer cuando era fiscal general. Entonces debía ir siempre acompañada de guardaespaldas y observar las calles a través del cristal tintado del auto de alta seguridad. Esta mujer pequeña de apariencia dulce y tranquila, con rizos anaranjados y cara pecosa, fue la primera en ostentar el máximo cargo del Ministerio Público de Guatemala. “Es un privilegio poder caminar con seguridad, poder acompañar al hijo a la escuela, pero eso no quita que extrañe mucho mi país”, dice la exfiscal con voz suave, rellena de largas pausas. Paz y Paz no se marchó de Guatemala porque quiso. Y el juicio por genocidio tuvo mucho que ver con ello.

Un año después de que se dictara la sentencia que condenó a Ríos Montt, el Gobierno forzó la salida de Paz y Paz del Ministerio Público acortando el periodo de su mandato. Al mismo tiempo, las élites conservadoras empezaron a presentar todo tipo de querellas en su contra. “Totalmente espúreas”, según la exfiscal, pero que enterraron su carrera en el sistema de justicia de Guatemala. “Si yo me quisiera presentar a un cargo público en mi país ahora me aparecerían 30 casos abiertos, cada uno por una tontería mayor”, dice la exfiscal entre risas amargas. “Pero es una forma de castigar a un funcionario que cumple con su trabajo y también de disuadir a otros de que lo hagan, porque tendrán esa consecuencia”.

Paz y Paz no es la única que ha estado en el punto de mira de las élites guatemaltecas. Casi todos los que estuvieron envueltos de alguna forma en el juicio por genocidio han sido objeto de acusaciones y campañas de difamación, como el fiscal Orlando López, quien representó al Ministerio Público en el caso de genocidio.

Como abogada, doctora en derecho y profesora universitaria, durante su carrera Paz y Paz creció observando y analizando minuciosamente el funcionamiento del sistema de justicia de Guatemala. Sus elecciones profesionales son un reflejo de su compromiso con hacer del país una sociedad más justa. Se inició en la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG), bajo el ala del obispo Gerardi, y luego documentó las graves violaciones de derechos humanos que ocurrieron durante el conflicto y que luego culminarían en el informe de la CEH. Años más tarde, después de doctorarse, se enfocó en monitorear y analizar el acceso a la justicia de las víctimas y que se respetaran los derechos de las personas sometidas a procesos penales.

Ser fiscal general parecía un paso lógico en su carrera, pero a ella no se le había pasado por la cabeza hasta una tarde en 2010 mientras asistía a una de las audiencias públicas para la elección del próximo responsable del Ministerio Público.

—Mira, solo hay hombres—le dijo Claudia a un compañero—¿Ves? Los que deciden son hombres, los que aspiran son hombres.

—Pues porque las mujeres no participan—le respondió el compañero— Y tú deberías presentar tus papeles.

Claudia Paz y Paz durante su nombramiento como fiscal general por el Presidente Colom (Sandra Sebastián/Plaza Pública)

Paz y Paz se quedó pensando. Esa noche lo habló con la familia: “No era una decisión para nada sencilla porque te cambia la vida. De hecho, así fue”. La exfiscal precede sus respuestas de largos silencios y suspiros. Evita hablar más de la cuenta. La experiencia le ha enseñado que debe medir cada una de sus palabras con microscopio. Dentro y fuera de una sala de juicios.

Que el presidente Álvaro Colom la nombrara fiscal general en diciembre de 2010 no fue solo una sorpresa para ella, sino para la gran mayoría de guatemaltecos. Sobre todo para los defensores de derechos humanos, que tanto desconfiaban del sistema de justicia. Paz y Paz tenía un perfil claramente progresista y comprometido con los derechos humanos. Dada su experiencia, era lógico que quisiera desempolvar los casos relacionados con las atrocidades de la guerra. El interrogante era si las élites del país se lo permitirían.

“Mi mayor prioridad era reducir la impunidad en delitos contra la vida, porque había una situación gravísima de homicidios en el país”, explica Paz y Paz, “pero también la agenda de derechos humanos, desde donde yo venía, no podía para mí ser indiferente”. La exfiscal menciona también factores externos que la obligaban a cumplir con este tipo de casos, como varias sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que ordenaban a la justicia guatemalteca investigar y juzgar desapariciones forzadas y masacres ocurridas durante la guerra: “Era un compromiso interno frente a las víctimas pero también un compromiso a nivel internacional”.

Paz y Paz no tardó en demostrar que el rumbo del Ministerio Público había cambiado. En menos de tres años llevó ante los tribunales a las más temidas pandillas criminales de Centroamérica y a más de un centenar de narcotraficantes locales y regionales. Una vez más, la lógica y el compromiso con sus obligaciones como fiscal general apuntaban a que abordaría de la misma forma los casos contra aquellos que habían cometido crímenes atroces durante la guerra, aunque hubieran sido jefes de Estado.

El segundo flotador de inmunidad se le desinfló a Ríos Montt en enero de 2012, cuando dejó su puesto parlamentario. La reacción del Ministerio Público no se hizo esperar. A los pocos días la jueza Carol Patricia Flores ordenó que el exdictador compareciera ante el tribunal y fue sometido a arresto domiciliario. Los abogados de Ríos Montt lograron retrasar el proceso un año interponiendo más de 90 excusas legales, pero finalmente se estableció la fecha para el inicio del juicio: el 19 de marzo de 2013.

"Un caso con esa dimensión política tan importante, un juicio que era histórico: tenía que ser impecable"

Cuando Paz y Paz llegó al Ministerio Público, la estrategia de enfocarse en la región ixil ya había sido tomada. Para algunos defensores de derechos humanos, el hecho de que se redujera el alcance del caso de genocidio a uno solo de los pueblos mayas hacía que se diluyera la constatación de que el Ejército llevó a cabo una política sistemática de exterminio mucho más amplia, que abarcaba otras comunidades del país. Para la abogada era obvio que, dada la dificultad de probar un crimen como el genocidio, debían empezar por la región donde los crímenes estuvieran más documentados y sobre todo la intención de destruir al grupo. Había que priorizar.

Para Paz y Paz el trabajo más importante que tuvo que hacer el Ministerio Público en el caso fue reconstruir los lazos de confianza con las víctimas. Después de una década exigiendo justicia ante un Ministerio Público que en lugar de estar de su lado parecía darles la espalda, los fiscales corrían el riesgo de perder su apoyo más importante y un elemento probatorio esencial en el caso: los testimonios de los sobrevivientes.

"El papel de CALDH fue fundamental porque era un puente con AJR y con las víctimas", explica Paz y Paz. "Lograr que las víctimas sobrevivientes creyeran que tenía sentido acudir a esta sala de audiencias y dar su testimonio, después de tantos años, de décadas habiendo sido ignorados por la justicia, era uno de los temas más importantes".

La seguridad era una de las mayores preocupaciones para la exfiscal. Era la obligación del Ministerio proporcionar protección a aquellos que iban a declarar en el juicio, pero a causa de la desconfianza existente, las Brigadas de Paz, una ONG internacional, se encargaron de garantizar su seguridad en las comunidades. Los servicios de la Policía Nacional se limitaron a la protección y traslados en la capital.

El Ministerio Público entrevistó a 160 sobrevivientes para construir el caso de genocidio, y de esos eligió a un centenar para declarar ante los jueces.

Los días previos al inicio del juicio fueron de mucho trabajo y mucha tensión, recuerda Paz y Paz. Pero eso tampoco le quitó el sueño, porque sabía que tenían un caso muy sólido: "Un caso con esa dimensión política tan importante, un juicio que era histórico: tenía que ser impecable".

Una mujer ixil testificando durante el juicio por genocidio (Sandra Sebastián/Plaza Pública)

Los testimonios de los sobrevivientes fueron para la exfiscal lo más valioso del juicio. Además de su valor probatorio, hacer oír sus voces en la sala era un logro político y moral. La marcaron especialmente las historias de las mujeres que declararon sobre la violencia sexual, como Elena de Paz. Era la primera vez que Guatemala escuchaba de voz viva los escalofriantes relatos de las mujeres ixiles, de una crueldad inimaginable. Sus rostros, a pesar de estar tapados para protegerse, dejaron al descubierto una de las caras más vergonzantes del país.

Elena de Paz no sintió miedo cuando declaró ante el tribunal, pero no pudo aguantarse las lágrimas. La voz entrecortada de su relato en lengua ixil la delataba: "Porque yo cuando di mi testimonio como que ahora me están haciendo, eso es lo que siente la gente, da dolor". Ella sentía que no necesitaba esconderse pero decidió cubrirse con el pañuelo para apoyar a sus compañeras: "No tuve así miedo porque es la verdad. Y es bueno y hay que decirlo porque no fui solo yo, hay muchas más, no solo nosotras las que fuimos a testificar". De Paz se altera cuando recuerda la reacción del abogado de Ríos Montt, y son ese tipo de comentarios los que la hacen querer declarar de nuevo cuando sea necesario: "Él dice que no pasó nada, que era mentira, pero, ¿por qué vamos a ir a mentir?"

Repasando otras pruebas fundamentales del caso, la exfiscal destaca la contundencia de los documentos militares. Planes de campaña como la Operación Sofía eran de un valor incalculable: "Los que somos de derecho comparado hemos visto otros casos y no esperás encontrar un documento que diga 'el pueblo ixil 100% apoya a la guerrilla'; esa es una prueba muy contundente de la intención". También fue esencial la evidencia forense acumulada durante años, así como los peritos expertos que conectaron los hechos con el racismo histórico existente en el país, con las consecuencias para la cultura maya y sus tradiciones, y con el funcionamiento interno del Ejército en la ejecución sistemática de los crímenes. "Yo creo que fue un caso muy bien construido", concluye Paz y Paz.

En realidad, en los menos de dos meses que duró el juicio, los cientos de pruebas presentadas por el Ministerio Público nunca fueron el objeto de los ataques de la defensa. Estos se limitaron a cuestionar el procedimiento, poner zancadillas legales y lanzar ataques personales y burlas a los distintos actores del juicio, llegando incluso a amenazar a los jueces. La pugna que se estaba lidiando no era por los hechos, sino por quién tenía el poder de establecer el relato sobre lo que pasó.

La juez Yassmín Barrios en su oficina

La juez devota

La juez Yassmín Barrios, presidenta del tribunal de tres jueces que condenó a Ríos Montt por genocidio, no recuerda haber visto la sala principal de audiencias tan llena desde el juicio en 2001 por el asesinato de Monseñor Gerardi, el creador del informe REMHI. También fue ella quien presidió ese juicio, el que determinó que fueron los servicios de inteligencia del Estado los que asesinaron al admirado defensor de derechos humanos. La noche antes del inicio del juicio Gerardi, dos granadas explotaron en el jardín de la austera casa de la juez, en uno de los barrios obreros de la capital donde esta mujer de baja estatura, pelo rizado negro y mirada inquieta, vive con su madre. A la mañana siguiente del ataque, Barrios abrió puntualmente el juicio con su mazo.

En su luminoso despacho en una planta elevada de la torre del Palacio de Justicia, Barrios guarda dos mazos que le regalaron. El de madera más clara es el que usó para el juicio a Ríos Montt. “El primero ya lo quebré porque le doy muy duro”, explica la juez, que viste un traje pantalón rosa chicle y los labios a juego. En la solapa luce un pin con la bandera de Guatemala. “La verdad es que yo soy así, muy enérgica”.

El mazo que la juez Barrios usó durante el juicio por genocidio

Su apariencia y su voz aflautada, siempre entonada como si estuviera leyendo una sentencia o un párrafo de la Constitución, pueden resultar engañosos, pero esta mujer ha juzgado los casos más relevantes y peligrosos del país en sus más de 20 años de profesión. Desde mandos militares hasta líderes de las peores bandas criminales y del narcotráfico, nada parece asustar a esta pequeña juez que dice simplemente estar cumpliendo con su trabajo. “Pues yo soy muy formal y cuando me juramentaron juré que iba a tratar de aplicar la justicia de forma pronta y cumplida, y en ese ‘tratar de’ he pasado los días y los años”, explica Barrios. En el juicio por genocidio demostró que es una mujer de palabra: en menos de un mes había escuchado a más de 150 sobrevivientes, peritos expertos y testimonios de la defensa. Tres semanas después, Barrios leía un resumen de la sentencia de 718 páginas elaborada por los tres jueces.

Es imposible escuchar un comentario vanidoso de la boca de Barrios a pesar de las muchas proezas que esta juez ha protagonizado, como juzgar los casos más importantes relacionados con la guerra civil—los asesinatos del obispo Gerardi, de la estudiante Myrna Mack, del abogado Rodrigo Rosenberg, la masacre de Plan de Sánchez o la violencia sexual de Sepur Zarco—y contribuir, juicio a juicio, a establecer la verdad sobre los años más oscuros de la historia moderna de Guatemala. Siempre habla de sus logros profesionales como resultados del esfuerzo colectivo y la responsabilidad de cumplir con su trabajo. En su escritorio, junto a un ramo de rosas fucsia, hay una gran balanza dorada de la justicia. Al otro lado de la mesa, una escultura de una mujer con los ojos vendados sujeta otra pequeña balanza. En la pared de atrás hay colgada una imagen de Jesucristo. Para Barrios, la justicia es una devoción.

Su profesión también tiene mucho de sacerdocio. La juez no puede ir a ningún lugar sola. Los guardaespaldas la acompañan a todas horas, incluso a hacer la compra en el supermercado o cuando quiere salir a hacer ejercicio, una actividad que le gusta mucho pero que no puede realizar a menudo porque por seguridad no puede tener rutinas. Finalmente tuvo que optar por una bicicleta estática para poder hacer deporte dentro de casa.

La juez insiste en que abordó el juicio por genocidio de la misma forma que cualquier otro: “Yo no soy quien selecciona los casos que me llegan a la judicatura, los casos nos llegan y entonces nosotros tenemos la obligación como jueces de juzgarlos, nada más. Pusimos todo nuestro empeño, nuestra dedicación, nuestro trabajo, los tres jueces dimos lo mejor de nosotros mismos”.

Luego de los acuerdos de paz, la comunidad internacional puso especial énfasis en la reconstrucción del sistema de justicia en Guatemala para apuntalar su independencia. Ante un panorama político poco más que maquillado, muchos creían que la única forma de depurar las instituciones era empezando a través de la justicia. Con esta intención, en 2007 se creó un organismo híbrido, la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG), compuesto por abogados internacionales y nacionales, para ayudar a la Fiscalía a investigar casos relacionados con el crimen organizado y presentarlos ante las cortes nacionales. La CICIG contribuyó al establecimiento de los Tribunales de Alto Riesgo, encargados de juzgar los casos más complejos, como los de corrupción a gran escala y también el genocidio. Barrios preside el Tribunal Primero A de Alto Riesgo.

Detalle de los pasillos del Pacio de Justicia

Barrios dice que recuerda todos los testimonios que escuchó en el juicio por genocidio, pero uno de los que se le quedaron grabados a la juez fue el de una mujer que tuvo que huir con su bebé en brazos, junto con otros miembros de su comunidad. El pequeño, que tenía pocos días de nacido, se puso a llorar durante la huida y su madre le tapó la boca con un pañal para que no descubrieran al grupo. “En ese ánimo de proteger a las personas de su comunidad, la pobre mujer no se da cuenta de que no deja respirar al niño y cuando ya han caminado varios kilómetros y sienten que están lejos de las personas que los persiguen le quita el pañal y el niño ha muerto”, explica la juez, con una voz menos aguda de lo habitual en ella. “Todavía cuando lo recuerdo me produce tristeza: una mujer que ha tenido que guardar eso durante años en su corazón, ¿qué cantidad de sufrimiento pudo haber tenido?”.

Para la juez, el juicio por genocidio fortaleció el sistema de justicia: “Sigo creyendo en la independencia judicial. Somos los jueces los que le damos vida a esa independencia, en nuestro actuar diario y en las resoluciones que emitimos”.

Pero queda todavía mucho trabajo por hacer. Lejos de lograr sanear la judicatura de forma estructural, en Guatemala la suerte de un caso sigue a la merced de la acción individual del juez o la juez que le toque juzgarlo.

Todavía hay una maraña de apelaciones pendientes de resolver en el caso de genocidio, pero la juez Barrios sigue defendiendo la resolución del tribunal que ella preside y su impacto: “Nosotros seguimos pensando lo que aparece descrito en nuestra sentencia, allí aparece toda nuestra valoración y el análisis lógico-jurídico que nos llevó a tomar la determinación. Aun cuando la Corte de Constitucionalidad haya anulado la sentencia que nosotros dictamos la sentencia vive. Vive en el corazón de los guatemaltecos y de todos los ciudadanos a nivel internacional, porque cuando se habla de un caso de genocidio va enfocado a la población de todo el mundo. Tiene vigencia”.

Detalle del público durante la intervención de Ríos Montt durante el juicio por genocidio (Sandra Sebastián/Plaza Pública)

Las dos Guatemalas

Una gran claraboya sustenta la sala de audiencias principal del Palacio de Justicia de Guatemala como una columna vertebral. La abundante luz que se cuela por los cristales del techo le da al espacio un aire de solemnidad casi religiosa. Durante el juicio por genocidio, fue en esta espaciosa sala sin ventanas, con suelo y paredes de cálida madera, donde se materializaron como nunca antes las “dos Guatemalas”.

En el lado derecho, mirando hacia la imponente mesa de mármol oscuro del tribunal, el Ministerio Público y los “querellantes adhesivos”, CALDH y AJR, representando a las víctimas y sobrevivientes. En ese mismo lado de la columna vertebral, en la gradería del público, había varias filas de mujeres indígenas con trajes tradicionales maya ixil y modernos audífonos sobre sus tocados siguiendo la traducción simultánea. Entre los asistentes se contaban muchos ixiles, pero también multitud de miembros de otros pueblos mayas y guatemaltecos no indígenas que habían venido a apoyarlos. Muchos más se acercaron al Palacio de Justicia pero tuvieron que quedarse fuera porque ya no cabían más personas en la sala.

Mujeres ixiles siguiendo el juicio desde primera fila a través de traducción simultánea (Sandra Sebastián/Plaza Pública)

Antonio Caba estaba en la calurosa sala. A pesar de pertenecer a la etnia ixil, el expresidente de AJR no pudo testificar en el juicio porque se considera que la masacre de Ilom tuvo lugar bajo las órdenes de Lucas García, el dictador a quien Ríos Montt le arrebató el poder el mismo día en que ocurrió la matanza en la aldea. Aun así, Caba se sintió orgulloso de estar en la sala y ser parte de esa batalla colectiva: “Me sentí un poco molesto porque no iba a testificar, pero también me vino a la mente que también estoy testificando, porque están testificando mis compañeros”.

En el lado izquierdo de la sala, los abogados de la defensa y los dos exgenerales acusados: Efraín Ríos Montt y Mauricio Rodríguez Sánchez, quien fue jefe de inteligencia bajo su mandato. Mientras que detrás de la mesa de los abogados de la fiscalía estaba lleno de cajas con documentos y asistentes moviéndose arriba y abajo revolviendo papeles, en el lado de los militares reinaba la austeridad. La ausencia de documentos preparatorios y de equipo de asistencia, así como la corta lista de testimonios—la mayoría de los cuales ni siquiera se presentaron—, denotaban la soberbia de la Guatemala más poderosa: nunca pensaron que el caso lograría llegar tan lejos. Que no había ningún caso al que responder.

El fiscal Orlando López entrando a la sala de audiencias con cajas llenas de pruebas y documentos (Sandra Sebastián/Plaza Pública)

“Para mí la defensa se equivocó”, explica el abogado de AJR, Édgar Pérez. “Dejó que nos preparáramos tan bien”. El abogado recuerda que ya durante las primeras audiencias, antes del juicio, los familiares de los militares cuando lo escuchaban intervenir lo criticaban diciendo: “Ah, es que ese abogado lo mandaron a estudiar al extranjero y le pagan millones de quetzales”. Todo lo contrario, explica Pérez con orgullo: “A mí nadie me pagó un curso de nada”. Pero durante los años previos Pérez había estado trabajando en varios casos de derechos humanos relacionados con la guerra civil, como las masacres de Río Negro, Dos Erres o Plan de Sánchez. “Todos esos años previos me dieron a mí la oportunidad de prepararme y de entender no solo el derecho internacional, sino cómo el derecho internacional es parte del derecho interno. Para el 2013 yo ya estaba preparado para un juicio de esa magnitud”, dice Pérez.

En el lado izquierdo del público, algunas figuras políticas como la hija del exdictador, Zury Ríos, y bastantes hombres con traje y corbata. Pero los indígenas—como en las estadísticas de población—eran muchos más.

El brazo más fuerte de la defensa no mostró su músculo en la sala, sino en los medios de comunicación nacionales. Las élites políticas y económicas, agrupadas en asociaciones como la Fundación Contra el Terrorismo o el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF), iniciaron campañas de desprestigio del proceso judicial y apuntaron directamente a aquellos que lo estaban llevando adelante. Argüían que el juicio ponía en peligro los acuerdos de paz y el futuro del país, que solo contribuiría a una despertar una nueva guerra y que era el fruto de una conspiración internacional. A menudo aparecían fotografías de la fiscal general o la juez presidenta en sus propagandas.

El equipo de la acusación (de izquierda a derecha) Orlando López del Ministerio Público, Francisco Soto de CALDH y Edgar Pérez de AJR, respondiendo a los amparos interpuestos por la defensa (Sandra Sebastián/Plaza Pública)

La tensión era enorme el 10 de mayo de 2013. A pesar de ser un viernes por la tarde, los jueces decidieron que iban a leer su veredicto unas horas después de que los acusados hicieran sus alegatos finales. No había tiempo que perder. “Los últimos días fueron una carrera contra el tiempo”, dice el abogado Pérez. En su insistencia por suspender el juicio, la defensa había intentado abrir todo tipo de subprocesos paralelos que se bifurcaban hasta perder la lógica, haciendo que jueces de otras salas tuvieran que pronunciarse sobre denuncias interpuestas por la defensa al mismo tiempo que el juicio por genocidio estaba en marcha, con el único objetivo de evitar llegar a la lectura de la sentencia. Los abogados incluso tenían que correr de sala en sala para no perderse el último avance en ese juego legal perverso.

Ese viernes por la tarde la sofocante sala, una amalgama de periodistas, guardias de seguridad, abogados y una audiencia que rebasaba todos los rincones—sentados en los pasillos, de pie en la parte trasera como un gran coro— rompió en cantos de “justicia” cuando el panel de tres jueces, liderados por Yassmín Barrios, declaró a Ríos Montt culpable de todos los cargos.

“Sí se pudo”, le dijo el abogado Pérez a su compañero Francisco Soto de CALDH, mientras se daban la mano. Hasta ese momento, ambos habían dudado si el sistema sería lo suficientemente fuerte para llegar hasta el final.

The Ríos Montt verdict delivered

La entonces fiscal general, Claudia Paz y Paz, lo seguía ansiosa desde el Ministerio Público, informándose a través de sus colegas. Su primer pensamiento fue para las víctimas: se preguntó qué estarían sintiendo. El segundo pensamiento fue bien distinto: ¿cómo podía garantizar la seguridad de todos los implicados? El recuerdo del asesinato de Monseñor Gerardi dos días después de presentar el informe REMHI estaba todavía muy fresco en su memoria.

Esa misma noche, enfundados en chalecos antibalas desde el momento en que salieron de la sala de audiencias, los abogados de la acusación abandonaron el país durante unos días por seguridad.

La respuesta de las élites no tardó. Al día siguiente de la lectura de la sentencia, en una rueda de prensa, el CACIF exigió a la Corte de Constitucionalidad que anulara la sentencia. Los ataques personales, especialmente contra Paz y Paz y la juez Barrios, se intensificaron. Se presentaron varias denuncias contra las profesionales intentando desacreditarlas e inhabilitarlas.

Diez días después de la histórica sentencia, en una resolución que para la mayoría de los expertos fue ilegal, la Corte de Constitucionalidad de Guatemala ordenó que se repitiera el juicio. Desde entonces, el proceso sigue sumido en un pantano legal donde se ahoga entre más recursos dilatorios al tiempo que la salud del anciano dictador, de 91 años, se deteriora. En medio de esta ciénaga quedó claro que el sistema de justicia está todavía lejos de ser capaz de soportar la enorme presión política y la ira de las élites.

Pero eso no elimina el momento cuando la juez Barrios declaró culpable a Ríos Montt, logrando una victoria única, histórica, para los sobrevivientes. Elena de Paz se sintió muy alegre cuando escuchó la sentencia y se abrazó a sus compañeras: “Para nosotras hicieron la ley”. Para Antonio Caba, después de 13 años de lucha, el momento supo a victoria: “Me sentí muy contento, muy feliz. Estábamos allí orgullosos de lograr justicia. Porque no es una venganza lo que estábamos haciendo”.

Mujeres ixiles celebran la sentencia condenatoria de genocidio (Sandra Sebastián/Plaza Pública)

Las ondas expansivas del juicio

En 2014, científicos norteamericanos captaron por primera vez las ondas expansivas generadas por el Big Bang, la explosión que dio origen al universo hace más de 13.800 millones de años. Fue como oír por primera vez el eco de un hecho que lo cambió todo. En Guatemala, las ondas expansivas del juicio por genocidio no se han hecho esperar tanto: resuenan ya con fuerza en las calles del país y probablemente lo hagan por muchos años.

Los que hicieron posible el extraordinario eclipse son conscientes de que este fue el resultado del sacrificio y el esfuerzo compartidos.

“Es un trabajo de muchísima gente que, por el destino, por Dios o por la cosmovisión maya, quiso que estuviera ahí y fuera parte de eso”, reflexiona el abogado Edgar Pérez, quien sigue acompañando a las víctimas en juicios sobre crímenes de la guerra civil a través de su propio bufete. “Y me tocó estar ahí. Contribuí y ayudé en algo en los que han trabajado muchísima gente”.

Así lo ve también la juez Barrios, quien no ha dejado de juzgar casos sobre la guerra civil y considera que el sistema de justicia creció gracias al juicio por genocidio: “Hay muchos actores y son las instituciones—el Ministerio Público, los querellantes adhesivos—cada quien ha hecho su parte. Uno no se puede atribuir por derecho propio, hay que ser humildes. Cada quien ha hecho lo que nos ha correspondido dentro de nuestro espacio”.

Para Francisco Soto, director de CALDH, la sentencia ha contribuido a la memoria histórica del país y ya está expandiendo su impacto a otros pueblos mayas: “Son muchas las comunidades que piden una copia de la sentencia, porque a pesar de que en la sentencia se habla de lo que sucedió con el pueblo ixil, al final es lo que sucedió con el pueblo achí con el pueblo kaqchikel. Entonces la población, y sobre todo la población indígena en el país, ve reflejada su historia en esa sentencia”.

Guatemaltecos manifestándose en las calles de la capital para exigir la renuncia del presidende Pérez Molina y la vicepersidenta Baldetti en 2015 (Sandra Sebastián/Plaza Pública)

La exfiscal general Paz y Paz destaca tres consecuencias. En primer lugar, para los sobrevivientes, a quienes el juicio les devolvió una ciudadanía que les había sido arrebatada: “Negarles el acceso a la justicia durante tantos años por un caso tan grave era de alguna forma arrebatarles su condición de ciudadanos. Y también cambió la forma en que la sociedad los veía”. En segundo lugar, para los fiscales y jueces, quienes tomaron conciencia de su responsabilidad y se empoderaron: “Funcionarios que quizás durante muchos años no se habían sentido empoderados para llevar a personas como un exjefe de Estado a juicio, entendieron ese poder legítimo”. Y en tercer lugar, para la sociedad guatemalteca en general, que hasta entonces había desconfiado tanto del sistema de justicia: “Y esto fue algo que no sé si todos, pero algunos valoraron cuando estaba todo a punto de retroceder [en 2015] y quizás dijeron, ‘vamos a perder algo que nos funciona en democracia’ y por eso salieron a las calles”.

Paz y Paz se refiere a las manifestaciones masivas que paralizaron la Ciudad de Guatemala en 2015, bajo el lema “Renuncia Ya”, y que contribuyeron a la dimisión del entonces presidente del país, Otto Pérez Molina, y a la vicepresidenta, Roxana Baldetti, ahora encarcelados por crímenes de corrupción a gran escala. Para Paz y Paz, una escena ejemplifica la conexión entre el juicio por genocidio y las protestas lideradas por los jóvenes dos años después, en lo que muchos consideran la “primavera guatemalteca”: durante una de las manifestaciones en la plaza central de la capital, las autoridades del pueblo ixil se unieron a la multitud. “Les hicieron valla y los comenzaron aplaudir”, explica la exfiscal. “Reconocieron su valor de exigir justicia durante todos estos años”.

Para Antonio Caba, la lucha por la justicia sigue. AJR se independizó de CALDH en 2012, y la organización ha crecido considerablemente en los últimos años. Ahora han ampliado su trabajo a otros proyectos, siempre relacionados con la rendición de cuentas: “Labenxe, el concepto maya de justicia, es el cambio. Es un cambio que necesita el país y es vivir en paz. Porque si no hay justicia, no hay paz. Si no hay justicia, la impunidad sigue siendo. Pueden repetirse los delitos que cometieron”.

Elena de Paz conversando con una vecina en su aldea, Sajbutá

En la aldea Sajbutá, a las afueras de Nebaj, Elena de Paz de Paz cree que se ha hecho justicia con el caso por genocidio, pero quiere que la ley vaya más allá: “No fue solo don Ríos Montt”. Ella no tiene miedo de volver a declarar si el juicio se repite, porque lo que contó es cierto. Entre sus compañeras hay algunas que no lo tienen tan claro. Muchas enfrentaron problemas con sus esposos cuando decidieron viajar a la capital para participar en el juicio. A los esposos les avergonzaba que contaran sobre los abusos en público, que “se fueran con los soldados”. Las mujeres han aprendido a responder a ese tipo de comentarios reivindicando que lo que les pasó no fue su culpa. Para protegerse, formaron la organización Flor de Maguey.

De camino a su casa volviendo de moler el maíz, Elena arranca unas cuantas plantas para dárselas al “cochito” [cerdito]. A pesar de criar cerdos, de Paz no se atreve a matarlos porque le da miedo la sangre. Cuando crezca, lo venderá o le pedirá a un vecino que lo mate por ella. En realidad, a ella le gustan más las verduras.

De Paz pide permiso para entrar en el terreno de una vecina, desde cuyo huerto se observa la aldea entera hundida en un pequeño valle. El lugar era un antiguo destacamento militar. Entre dos árboles cuelga una pieza de metal oxidado que se retuerce sobre sí mismo. Con una piedra que encuentra en el suelo, Elena golpea la pieza metálica y la hace resonar por todo el valle. Se trata de la metralla de una bomba que la comunidad ha transformado en una campana. Cuando hay algún peligro o alguien desconocido entra a la aldea, la hacen sonar.

—¿Y sabe de dónde viene su apellido, Elena de Paz? ¿Toda su familia se llama de Paz?—le pregunto.

—Sí. Se llaman de Paz, sí.

—Es muy bonito.

—¿Verdad?