La intolerancia de la CPI hacia la impunidad no la convierte en enemiga de la paz

22/11/2014

Por Paul Seils, vicepresidente del ICTJ

En los primeros años de la CPI hubo un gran debate en torno al significado del “interés de la justicia”. De hecho, los redactores del Estatuto de Roma dejaron el concepto abierto a malas interpretaciones. En 2007, la Fiscalía de la CPI se propuso poner fin a la noción de que, por más complejo que sea debate de ‘paz versus justicia’, la solución no reside en una comprensión amplia de esta idea. Ahora no hay perspectivas de que esta política de la CPI cambie.

Las tensiones que existían en aquel momento aún perduran. Y hoy, al igual que entonces, es inútil intentar hacer pasar medidas que favorecen la impunidad por formas alternativas de justicia. Si queremos encontrar fórmulas para que la justicia y la paz funcionen juntas, debemos aceptar que ya existen ejemplos positivos de esto; que la Corte tiene bastante flexibilidad en cuanto a elegir el momento oportuno en el que actuar; y que la CPI está siguiendo un camino que comenzó a trazar la ONU hace unos años, cuando manifestó su compromiso contra la impunidad.

Las soluciones exigen paciencia y respeto de todas las partes. La CPI puede seguir aprendiendo a manejarse con tacto en situaciones difíciles, hasta cierto punto, pero no se le puede pedir lo imposible. Aún se puede aprender mucho más sobre el momento oportuno y el perfil de sus investigaciones, cuándo comenzar y cuándo esperar. Pero la CPI no puede respaldar medidas que favorezcan la impunidad, del mismo modo que no pueden hacerlo otros actores comprometidos con la defensa de los derechos humanos y la lucha por la paz y la justicia.

En 1998, el secretario general de la ONU aconsejó a sus mediadores que no respaldaran acuerdos de paz que concedieran amnistías por crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad o genocidio. Esta medida se tomó un año después de que la Comisión de Derechos Humanos de la ONU adoptara los Principios de Joinet, que subrayan la obligación legal de los estados de juzgar las violaciones graves de los derechos humanos, dar a conocer los hechos a las víctimas, otorgar reparaciones y reformar las instituciones abusivas.

En julio de 1999, el representante del secretario general de la ONU en las negociaciones para poner fin al conflicto en Sierra Leona se negó a respaldar la amnistía prevista en el Acuerdo de Paz de Lomé. Posteriormente, la ONU participó en la creación del Tribunal Especial para Sierra Leona, que enjuició a quienes consideró los máximos responsables de delitos graves, incluido el expresidente de Liberia, Charles Taylor. La paz se mantuvo.

El Estatuto de Roma no avanzó sigilosamente; con su proceso contundente y su visión idealista, privó a los mediadores de su “flecha de oro”. No aportó nada radicalmente diferente: formalizó estándares que ya habían sido adoptados por el secretario general y otros organismos de la de la ONU, así como tribunales regionales de derechos humanos.

Pero sí dio un decisivo paso adelante al exigir que las autoridades nacionales cumplieran con la ley, advirtiendo que si no lo hacían la CPI intervendría.

El ejemplo más famoso que refleja la flexibilidad de la CPI es Colombia, donde la Corte mantiene la situación en fase de “examen preliminar” desde 2004.

Durante los últimos diez años, las autoridades colombianas y otros actores han intentado demostrar que sería mejor que la CPI no avanzara hasta el siguiente nivel: abrir una investigación formal. La Fiscalía de la CPI ha observado cuidadosamente la situación realizando varias visitas y supervisando procesos legales, elecciones generales, desmovilizaciones paramilitares y negociaciones de paz con las FARC. Por su parte, la justicia colombiana ha procesado a varios líderes paramilitares, cientos de políticos y casi mil soldados de rango medio y bajo involucrados en el asesinato de civiles.

Es cierto que Colombia, al contrario que Sierra Leona, aún no ha juzgado a los máximos responsables de delitos graves en la estructura militar , y si bien se ha juzgado a líderes de las FARC, éstos no han cumplido con sus castigos (la mayoría fueron juzgados in absentia). No obstante, sí ha hecho lo suficiente para demostrar que se toma en serio la cuestión, y a cambio la Fiscalía de la CPI ha mostrado paciencia y respeto por las complejidades nacionales. Se han cometido algunos errores, y sin duda se podría proceder de manera más cuidadosa, pero en términos generales ha sido un proceso notable.

La discusión podría ser más productiva si se centrara en la naturaleza y propósito del castigo luego del proceso judicial. En este sentido, claramente hay lugar para una variedad de prácticas y para la flexibilidad. En Irlanda del Norte, en el marco del Acuerdo de Viernes Santo de 1996 – aprobado en un referéndum nacional – se consideró adecuado aplicar penas de dos años de cárcel, incluso para casos de asesinato. En Colombia, por otro lado, laFiscalía de la CPI ya ha aceptado de hecho penas de entre cinco y ocho años de cárcel para líderes paramilitares.

Deberíamos alejarnos de la visión simplista de que el objetivo del castigo es la disuasión. La lucha es a largo plazo, y exige un proceso constante y coherente que reafirme unos valores cuya violación no puede ser tolerada o recompensada. Posiblemente sea necesario examinar cada caso individualmente para determinar el castigo exacto que requiere.

Si bien la Corte puede ser flexible—en cuanto a la elección del momento idóneo para su actuación, el perfil de las investigaciones y las sanciones—debemos resistir la tentación de confundir flexibilidad con impunidad. Las medidas alternativas al enjuiciamiento significan no enjuiciar. En cualquiera de sus formas, en el mejor de los casos estaríamos hablando de amnistías condicionales. La comunidad internacional ha manifestado claramente que—al menos para los máximos responsables—la amnistía simplemente no es una opción.

Asimismo, la Fiscalía de la CPI ha dejado claro que no se invocará la noción del “interés de la justicia” para encontrar formas de evitar juzgar a los principales responsables de crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y genocidio.

En 2007, la Fiscalía de la CPI publicó un documento que puso fin a la confusión y la indeterminación al dejar claro que una vez comenzada una investigación de la CPI, sería muy difícil pararla. En particular, aquellos que se enfrentaran la justicia no podrían esperar salir impunes a cambio de abandonar las armas o renunciar al poder. Este mensaje es absolutamente coherente con el de Joinet en 1997 o Kofi Annan en 1998. Consecuentemente, la Fiscalía de la CPI eliminó el riesgo de ambigüedad en el debate de “paz versus justicia” de la Corte, pero no así su capacidad de responder con flexibilidad a diferentes contextos, como demuestra claramente el ejemplo de Colombia.

La labor de los mediadores de paz no se vio facilitada, sino muy dificultada, por el peso que comenzó a adquirir la rendición de cuentas en la década de los 90. No obstante, tiene tan poco sentido culpar a la CPI de esta tendencia como ignorarla.

En una entrevista realizada en 2002, Álvaro de Soto, un alto diplomático de gran renombre, ofreció dos reglas de oro para los mediadores: no intenten engañar a la gente, y no les digan solamente lo que quieren escuchar.

Es preferible poder decir la verdad a los presuntos responsables, aunque no quieran escucharla. Es preferible hacer que la justicia y la paz funcionen juntas, como lo han hecho en Colombia y Sierra Leona. Es preferible hacer que la violencia sexual masiva, la desaparición forzada, la tortura y el asesinato sean inaceptables, aunque lleve mucho tiempo, de proceso de paz en proceso de paz.


Una versión abreviada de este artículo ha sido previamente publicado por Open Democracy.

FOTO: Fatou Bensouda, Fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI), durante su intervención sobre la situación de Libia ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas el 14 de noviembre de 2013. (UN Photo)