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Tras las recientes y polémicas elecciones presidenciales, los venezolanos de todos los sectores de la sociedad salieron a las calles para expresar su desconfianza colectiva ante los resultados oficiales, su indignación por la terrible crisis económica y política de su país y su exigencia de transformación. Por un breve momento, la multitudinaria unidad de sus voces hizo creer que se había abierto una ventana de oportunidad para un cambio real. En los países que luchan contra violaciones masivas de los derechos humanos, de vez en cuando se abre una ventana de oportunidad para que la sociedad se una y avance hacia la paz y la justicia. Lamentablemente, esas ventanas no permanecen abiertas indefinidamente.

Afganistán es un trágico ejemplo de cómo un país en transición puede revertir drásticamente el arduo camino hacia la paz y la democracia y regresar a un abismo de violencia y represión a una velocidad vertiginosa. En el lapso de unas pocas semanas, los talibanes recuperaron el control del país. Cuando finalmente entraron en Kabul, el gobierno afgano respaldado internacionalmente colapsó. Ahora al mando, los talibanes no han perdido tiempo en demostrar su objetivo de volver a imponer el mismo gobierno extremista y opresivo, a pesar de las declaraciones iniciales que afirman un compromiso con la paz y los derechos humanos.

Solo hace falta echar un vistazo rápido a las noticias para ver cómo el mundo ha vuelto a fallar a los civiles afganos. Afganistán no ha tenido muchos años buenos en las últimas cuatro décadas de guerra, pero los últimos 15 meses han sido decididamente tensos. El caos actual y el aumento de la violencia son prueba de que, a pesar de lo que ha proclamado el gobierno de los EE. UU., la “guerra eterna” continúa. La paz y la justicia significativa y centrada en las víctimas siguen siendo esquivas.