Justicia en la era del COVID-19: Nuestra responsabilidad global

04/04/2020

 

 

Hoy nos enfrentamos a una crisis global de salud pública de proporciones sin precedentes. Solo el tiempo podrá decirnos cuán devastador será el COVID-19 para la vida humana. La velocidad vertiginosa a la que el virus se propaga no nos permite ser optimistas en el futuro cercano. A la fecha de publicación de esta carta, más de 972.303 confirmados y 50.322 muertes han sido registradas alrededor del mundo. La pandemia ha paralizado también la economía mundial. Para lidiar con la crisis y disminuir el riesgo de contagio, cientos de países, ciudades y municipios han declarado el estado de emergencia y han establecido normas estrictas que requieren el cierre de todos los negocios no esenciales, oficinas gubernamentales y colegios, y que todos los ciudadanos se queden en sus casas limitando sus interacciones sociales. Como resultado, las fábricas han reducido o suspendido su producción, las agencias gubernamentales han dado licencias no remuneradas a sus empleados, y empresas grandes y pequeñas han despedido a miles de personas, generando incertidumbre en los mercados. Entre los más golpeados están los trabajadores que reciben el salario mínimo o dependen de la economía informal para sobrevivir.

En el ICTJ nos hacemos cargo de la gravedad de la crisis, y nos responsabilizamos por la salud y la seguridad de nuestro equipo, socios y comunidades donde trabajamos comprometidamente. Nos adherimos a todas las órdenes y recomendaciones de las organizaciones de salud pública y estamos tomando todas las precauciones necesarias para disminuir la diseminación del virus. Por ello, el ICTJ cerró su oficina principal en Nueva York el pasado 13 de marzo y gradualmente desde entonces, todas sus oficinas nacionales. Los equipos continúan trabajando desde sus casas, haciendo uso óptimo de la tecnología disponible para contactarse los unos con los otros y con nuestros socios alrededor del mundo. El ICTJ también ha suspendido todos sus viajes, en principio hasta el primero de mayo, y ha pospuesto las reuniones, conferencias, talleres y otros eventos programados para los próximos tres meses. En estos tiempos tan desafiantes, estamos ajustando y revisando nuestros planes de trabajo de forma proactiva para asegurar que podamos continuar avanzando con nuestra misión y apoyando procesos de justicia transicional en todo el mundo incluso en estos momentos difíciles. El ICTJ es y continuará siendo, sobre todas las cosas, un apoyo y un punto de encuentro para todos aquellos que luchan por la justicia en los contextos más complejos. Incluso en este momento de confinamiento masivo, restricciones de transporte, teletrabajo y distanciamiento social, estamos explorando todas las opciones para continuar manteniendo y construyendo relaciones de manera virtual.

El ciclo diario de noticias se ha convertido práctica y casi exclusivamente en una actualización constante de la crisis global de salud pública. Los reportajes a profundidad o los análisis que hace unas semanas se dedicaban a cubrir la situación de países afectados por la guerra, dictaduras o represión han sido relegados por la pandemia de COVID-19. Este nuevo orden de prioridades está totalmente justificado y, de hecho, es vital para asegurar que todas las personas puedan acceder a una información veraz y actualizada, en especial las comunidades más vulnerables y marginalizadas. En muchas de estas comunidades, las personas tienen poco o ningún acceso a información confiable o a la justicia; son víctimas de abusos a sus derechos humanos, viven en sociedades destrozadas por la violencia, son refugiados o desplazados. Estas personas son frecuentemente las más necesitadas y son, sin duda, las más susceptibles a los estragos del coronavirus.

De hecho, la crisis del COVID-19 ya nos ha demostrado que no nos enfrentamos a una emergencia médica solamente. La pandemia ha llevado al límite, e incluso colapsado, los sistemas de salud y asistencia social de algunos de los países más desarrollados del mundo. Además, la situación está poniendo de manifiesto muchos otros problemas sociales, políticos y económicos subyacentes, que surgen de situaciones de inequidad histórica, exclusión e injusticias. Ahora que el coronavirus acosa a los países de menos recursos, donde las instituciones son más débiles, la economía es principalmente informal y muchos de sus habitantes no pueden darse el lujo de aislarse en sus casas o practicar el distanciamiento social, es muy probable que el número de casos y muertes se dispare.  También aumentará el riesgo de turbulencia social o violencia. Del mismo modo, algunos gobiernos autoritarios pueden aprovecharse de las medidas preventivas que están poniendo en práctica para contener el virus para expandir o abusar de su poder.

El lenguaje bélico utilizado frecuentemente en los medios de comunicación o por los políticos para describir la pandemia y las medidas para enfrentarla no ayuda. Esta terminología puede ser útil para transmitir a la población un sentido de urgencia y para describir tanto los enormes obstáculos que se avecinan como la movilización de recursos necesaria para lidiar con los efectos, los cuales pueden ser similares a lo que requiere un conflicto armado. Sin embargo, usar este lenguaje también puede servir para eclipsar o menoscabar la tragedia y el caos de la guerra, que hoy en día causa estragos en numerosas partes del mundo. El coronavirus es, sin duda, un flagelo para la humanidad, pero no es un enemigo armado que deliberadamente nos dispara desde las trincheras o que planea estrategias racionales para acabar con la humanidad.

En zonas de guerra de verdad, tales como Siria y Yemen, esta pandemia muy probablemente aplastará a poblaciones ya devastadas; es decir, a personas cuyos hogares han sido destruidos o que están huyendo de la persecución, que padecen hambre, que han perdido su forma de sustento, y que carecen de acceso a cuidados médicos y a otros servicios básicos. En los países que están saliendo de situaciones de conflicto y represión o intentando hacer frente al legado de violaciones masivas de derechos humanos, muchas víctimas y miembros de comunidades marginadas luchan para ganarse el sustento y conseguir alimentos adecuados, agua potable y atención sanitaria. También ellos son sumamente vulnerables al coronavirus.

En estos momentos, todos nos sentimos en riesgo, sin certezas y  desorientados, incluso cuando muchos de nosotros nos refugiamos en nuestros hogares con electricidad, agua corriente, e internet de alta velocidad. Con supermercados y otros servicios esenciales que, a pesar de estar funcionando a medio gas, están cerca, asegurando que la cadena de suministro se mantenga intacta y evitando el pánico social y los disturbios civiles. Adicionalmente, algunos de nuestros gobiernos tienen los recursos y la capacidad de tomar decisiones audaces para hacer frente al impacto social y económico. Sin duda, nuestros temores están justificados, pues la amenaza mortal para nuestra salud y la de nuestros familiares y comunidades es un hecho indiscutible. De forma similar, las consecuencias devastadoras que muchos ya están viviendo, en términos de desempleo y pérdida del sustento familiar, son innegables. Sin embargo, nuestro confinamiento en casa también debería darnos un espacio para detenernos un momento y pensar en nuestros privilegios. La situación de vulnerabilidad que sentimos hoy en día debería hacernos sentir empatía hacia aquellos que viven en circunstancias mucho más frágiles, ya sea cerca o lejos, y que van a verse afectados de forma mucho más adversa por esta enfermedad.

El coronavirus fue declarado una pandemia el 11 de marzo, cuando ya había llegado a más de 100 países. El COVID-19 apareció por primera vez en Wuhan, China, donde se propagó rápidamente. A pesar de que los esfuerzos por contener el virus fueron amplios y excepcionales, el virus se escapó. No solamente logró evadir los controles del cierre completo de una ciudad, sino que se esparció velozmente a través de fronteras y océanos, llegando a nuevos países y continentes en cuestión de semanas. En el momento de escribir este artículo, se han registrado casos de COVID-19 en más de 190 países.

Tan extraordinario como la pandemia ha sido el carácter global de respuesta. Científicos, investigadores médicos y expertos en salud pública de todo el mundo han estado compartiendo datos y colaborando virtualmente y en tiempo real para intercambiar sus hallazgos y mejores prácticas. Se espera que la solución, ya sea una vacuna, un tratamiento o ambos, sea universal y se distribuya a todos los afectados, gratis o a un costo mínimo.

Sin embargo, existe una verdadera preocupación de que las medidas tomadas para aislarnos y prevenir el contagio puedan contribuir a actitudes racistas y xenofóbicas y a la creciente tendencia de los países a aislarse geopolíticamente, es decir, a un repliegue hacia el interior de las sociedades y a un alejamiento de los espacios de cooperación y asistencia internacional. Es, por lo tanto, imperativo que diseñemos y ejecutemos soluciones globales que protejan la salud de todos y que también afirmen la dignidad de aquellos que han sufrido violaciones de sus derechos, incluidos los derechos económicos, sociales y culturales, y a quienes se les ha negado la justicia.

Los expertos médicos y de salud pública nos urgen a lavarnos las manos frecuente y meticulosamente. La expresión común “lavarse las manos” normalmente significa absolverse de la responsabilidad de algo. En la crisis global que estamos experimentando, el significado parece haberse invertido. Al lavarnos las manos hoy en día, estamos aceptando y abrazando nuestra responsabilidad por los demás, dondequiera que estén. Mientras observamos el camino a recorrer, ojalá acojamos esa responsabilidad por los más vulnerables y por todas las víctimas de violaciones a los derechos humanos alrededor del mundo.